miércoles, 25 de abril de 2012

Arraial D'ajuda 2012: crónica exacta de una aventura imprecisa.



                Allí están las ventanas
Que te dan un pretexto
Para abrir bien los brazos.
Oliverio Girondo.
Vaya odisea la de comenzar un texto. Resulta curioso que un número extremadamente finito y conciso de eventos deba ser rodeado por una cantidad abrumadora de palabras; palabras que, por más control que el autor tenga sobre su texto, nunca se sabe cuándo podrán desatar su espíritu traicionero y conducir el curso de la narración hacia otros senderos. Así, pues, este texto que pretende relatar una aventura tropical, pletórica en caipirinhas y travesuras en la playa, podría dejarse conducir por el inestable espíritu de los signos lingüísticos hacia las montañas de Asgard, hacia la cueva de un dragón, hacia la mismísima concha de su madre. Prometeré, entonces, guardar el más riguroso control sobre los signos que enuncie, y no dejar nunca que su caprichosa voluntad burle mi guardia tenaz. Y todo esto, lector, sépalo usted, será para su beneficio.
 Pero aun así, las dificultades iniciales para emprender este relato no están ni medianamente resueltas. Porque, después de todo, ¿cómo iniciar una narración? Una aburrida convención reza que el orden de los eventos debería seguir un orden cronológico: aquí lo que sucedió primero, luego lo que ocurrió después, y finalmente lo que dio término a la serie de sucesos. Vaya pelotudez. No se me podría ocurrir un modo más arbitrario para organizar un relato. No veo razón alguna para respetar tal orden cronológico. Con el mismo criterio injustificable, podría también sostener que el mejor modo de relatar un serie de eventos es comenzando por el final de los mismos: contarle a usted, mi improbable pero no insospechado lector, cómo los ríos de Brasil se extienden, innumerables, entre matorrales y bosquecillos, dentro y fuera de la selva, retozando hacia el mar y subiendo desde su cuna de barro hasta la ventanilla del avión desde la que se los contempla como canciones no oídas, como cuadros por ser pintados. Tal orden sería igualmente caprichoso y no encontraría fundamento más que en las triquiñuelas que el perverso autor le guarda al inocente lector a la vuelta de la página menos esperada. Cuando el lector de esas peripecias vagara plácidamente por esa secuencia de oraciones esperando que el curso del discurso lo guiara desde el final hasta el comienzo de la historia, entonces, ¡zas!, el autor le tendería una trampa que lo enviaría súbitamente a un punto fuera del plano convencional, fuera de esa serie de eventos organizada en cronología inversa. Y tal no es mi intención, debe usted saberlo desde este momento: no pretendo dar rodeos innecesarios ni demorar aún más el inicio del relato que, sin dudas, usted ya estará esperando. Por lo pronto, juzgaré como válido el orden que los eventos a relatar adquirirán. Tal orden no respetará una cronología estricta, ni tampoco será librado al caos intemporal. Espero que el ordenamiento sea del agrado del paciente y siempre dispuesto lector aventurero.
                Sin embargo, no estamos aún en condiciones de comenzar. Porque, como ya lo habrá notado su ávido ojo, las pocas palabras que me atreví a adelantar de los hechos a relatar, y que datan del final de la travesía que aún no hemos emprendido, presentan ciertas peculiaridades que no han de pasar inadvertidas. He enunciado, con despiadada deliberación y frívola displicencia, que los ríos del Brasil que son vistos desde la altura de un avión suben hasta la ventanilla “como canciones no oídas, como cuadros por ser pintados”. Tal aseveración no deja de ser alarmante. ¿Cómo puede juzgar el ojo objetivo de mi sospechado por no probable lector que haya una relación directa entre el agua, el cauce, el lecho, la corriente de un río, y la melodía, la partitura, el ritmo, la cadencia de una canción? Tal conexión es harto improbable. No existe ninguna ley ni fuerza de la naturaleza que una inescindible y científicamente los dos elementos que ese enunciado capcioso y siniestro intenta ligar. Si realmente quisiera convencer al lector de que las curvas y las probables olas de los serpeantes ríos que atraviesan la selva son al sentido de la vista lo que al sentido auditivo sería una melodía tan perfecta que aún no logró componerse, pues tendría que dar razones suficientes para justificar tal exabrupto descriptivo. Debería dar motivos tales como: que las aguas transparentes pero barrosas pueden compararse a la música porque el grado de sinestesia que me transmiten es semejante al que he logrado alcanzar con melodías oídas previamente; que la difusa imagen de los cauces aún no hollados me remite a los ritmos que se pierden en el subconciente antes de nacer efectivamente en forma de canción; que bla, bla, bla. Debería seguir alegando de esta manera en favor de mi enunciado original durante un largo rato, antes de que el perspicaz lector se diera cuenta de que estas oraciones, al igual que aquella a la que intentan dar valor de verdad, son igualmente subjetivas e injustificables en sí mismas. Por lo tanto, a partir de este solemne momento, prometo cuidarme todo lo posible en el uso de estas frases tan fútiles y veleidosas, y concentrarme en las estructuras y las palabras conocidas: tierra, aire, fuego, agua; mi mamá me mima; la Luna es un satélite de la Tierra; viva Perón; puto el que lee, etc.
                Ahora bien, visto y entendido lo anterior, inauguraré la narración con las condiciones espacio-temporales  en las que se desarrollaron los eventos a relatar. En cuanto al tiempo, ya sabemos qué tan imprevisible es y qué tan traidor puede resultar. Los aparatos que usamos para medirlo son construcciones empíricamente adecuadas a nuestras necesidades, pero no por eso reflejan una verdad incorruptible. Sin compartir más de mi escepticismo sobre calendarios y relojes, diré con franqueza pero no sin duda que, objetivamente, nuestro punto de partida fue el 1 de febrero del joven 2012. Nuestro regreso data del 10 de febrero del mismo año. Los objetivos generales de la travesía fueron planeados estratégica pero desordenadamente desde agosto del 2011, por lo cual los hechos no se dieron en un verdadero orden prestablecido sino que quedaron librados al azar, la improvisación y la voluntad que las bebidas de turno le imponían a quien las bebía. En cuanto al lugar, hay más por decir, gracias a los avances objetivos en geografía. Nuestro destino fue Arraial D’ajuda, pequeño poblado paradisíaco ubicado en el partido administrativo de Porto Seguro, en el estado de Bahía, Brasil. Este maravilloso Edén se halla a mitad de camino entre el trópico de Capricornio y el ecuador, por lo que puedo calcular la temperatura media anual en alrededor de 30°C. Diez años atrás, las lluvias eran un fenómeno esporádico y curioso en el lugar; no fue sino hasta que el cambio climático global hubo demostrado su plena potencia devastadora que Arraial D’ajuda se convirtió en un territorio lluvioso. Tal es así, que actualmente raros son los días en los que la lluvia no azota la selva por al menos diez minutos, para luego volver a despejar el cielo y mostrar ora el sol ardiente, ora las estrellas límpidas. En cuanto a la flora, es notable la cantidad de vegetación que hay en el lugar, propiciada por el clima tropical y, según dicen, por los canales de regado de caipirinha. La selva se extiende desde el mar hacia el oeste indefinidamente, y enmarca, moldea y rodea la pequeña ciudad, que se haya construida en consonancia con la naturaleza, como una extensión de la vegetación. Las playas se hallan demarcadas por una barrera de cocoteros que suben y bajan de los morros como pilares del cielo. Las algas también proliferan en las arenas, arrojadas allí por las pleamares nocturnas. En lo que a las playas respecta, valdrá una aclaración preambular para familiarizar al lector con el marco y los nombres de los lugares de los eventos acontecidos.
Se llega Arraial D’ajuda desde Porto Seguro por el norte, cruzando en balsa el río Buranhém, balsa que no es tal cosa sino un ferry, aunque la convención nos obligue a seguir llamándola balsa a pesar de su naturaleza metálica y su corazón de motores. La primera playa desde el norte de Arraial es, entonces, Apagafogo. Su longitud no es extensa, y se caracteriza por playas pequeñas con vista a la barrera de coral ubicada en el mar, a 50 metros tal vez de la costa, regalo de  Iemanjá a Arraial D’ajuda para protegerse de las olas. Por lo tanto, esta playa es la de menor cantidad de oleaje, pues la magnitud de las olas aumenta en tanto uno se dirige al sur, dado que la barrera de coral disminuye y desaparece en esa dirección. Siguiendo hacia el sur, la próxima playa es Araçaipe. Posee una gran extensión  y sus condiciones son semejantes a las de Apagafogo. El mar sin olas parece una pileta infinita. Hacia el oeste, el morro comienza a escalar hacia el cielo, cubierto de plantas, cocoteros y matorrales. Las arenas aquí no son excesivamente blancas, sino de un color amarillo tenue, y son surcadas constantemente por infinidad de cangrejos de distintos tamaños. La siguiente playa se llama Dos pescadores, ya que en ella se practica la pesca embarcada, aunque en realidad es un anexo de la playa Araçaipe. Entonces, el río Mucugé comienza a bajar desde lo alto del morro, mezclándose con el mar. Su cauce es poco profundo y poco rápido, y sus aguas son transparentes. A partir de este punto, comienza la playa Mucugé. Ya aquí, hacia el oeste se puede contemplar la inmensidad del morro de Arraial, cubierto de vegetación y de pequeñas casas. Esta es la playa más concurrida, plagada de barcitos donde suena música brasilera toda la tarde y donde la gente bebe, bebe, bebe y baila, baila, baila. Las olas aún no se hacen sentir, y la arena cobra un tono más pálido que en el norte. Siguiendo rumbo al sur, se halla la playa Pitinga. Si se me permite, observaré que es mi playa preferida. Las olas del mar son levísimas, y las arenas casi blancas y tan tersas como difícilmente se podría esperar de un material tan áspero. El enorme morro que la enmarca está plagado de palmeras y de flores coloridas, pero hacia el oeste se puede contemplar cómo llega a su fin abrupto y comienza el gigantesco arrecife de arcilla rojiza que caracteriza a la playa Taípe, donde realmente acaba la barrera de coral y empiezan las olas en el mar. En Pitinga, al bajar la marea por la tarde, las aguas descubren una plataforma de piedras que se adentran en el mar, donde vive todo tipo de fauna marina: erizos (bola de espinas de la familia de los equinodermos), aplysias (horrendas babosas marinas), cangrejos de todo tipo y color, y demás animalejos innominados. Taípe significa el fin de Arraial D’ajuda. Más al sur, comienzas las playas casi desérticas y salvajes de Trancoso  y del aún más austral poblado de Caraíva.
                Ahora bien, habiendo detallado las condiciones naturales del lugar, procederé a adentrarme en el sinuoso terreno del rock and roll y la aventura. El 1 de febrero, partí rumbo al aeropuerto de Ezeiza junto con mis compañeros de aventuras Sir Luciano del Garzo, Duque del Pollo, y Lord Emiliano II, III° Mariscal del Escabio Barato, quienes a partir de ahora serán llamados simplemente Corbe y Garga. Quien nos condujo al aeropuerto de Buenos Aires en su auto, y de quien no hemos de olvidarnos, fue Julián el duende, quien a partir de ahora será conocido como Chizo. Luego de algunas idas y vueltas por el aeropuerto, dignas de campesinos poco familiarizados con la rimbombante parsimonia burocrática del transporte aéreo, nos embarcamos en nuestro avión y nos encomendamos a Perón y a Osama Bin Laden para tener un buen viaje. Hedonismo puro es el despegar del avión, ese sutil momento de éxtasis infinito en el que uno parece atragantarse con sus propias bolas. Y vaya medio de transporte el avión, que nos permite ponernos por encima de todo y contemplar el mundo desde las alturas con los fríos ojos del distanciado. Bien lo definió el Garga como “un micro…, pero que vuela”.
                La ineluctable escala que hubimos de padecer se llevó a cabo en San Pablo. Al aterrizar en esta monstruosa ciudad, uno sólo puede contemplar una infinidad de casas y edificios que suben y bajan de los morros, hasta perderse de vista por los cuatro puntos cardinales. Horroroso. Al hacer el pre-embarque rumbo a Porto Seguro, el Garga fue víctima de la brutalidad aeroportuaria que le prohibió cumplir su destino de kamikaze sagrado. Resultó ser que el muy inocente gordo pelotudo había guardado en una cartuchera en su equipaje de mano una tijera. Todos sabemos lo letal que semejante herramienta doméstica puede ser en manos de un ninja avezado como nuestro Garga, de quien sabemos que en el jardín de infantes fue vastamente reconocido por sus dotes de recortador y pegador, por lo que los agentes de seguridad no dudaron un momento en dar alerta naranja al grito de “tenemos un 15-14, gordo con tijera, repito, gordo con tijera”. Para dejar atrás el mal trago, tuvimos que bebernos unas cervezas tiradas en un bodegón paulista. Vaya rato. En tanto degustábamos nuestras delectables ambrosías, desenfundamos nuestros ukeleles[1], que habrían de acompañarnos durante toda la aventura, y comenzamos a zapar melodías populares de nuestras tierras. Tal vez esto, o el mate al lado de las cervezas, fue lo que atrajo la atención de tres señoritas argentinas que se acercaron y comenzaron a conversar con nosotros, vuestros humildes aventureros. Sus nombres, Antonella, Ágata y Sabrina. Su destino, Arraial D’ajuda. Pero no fueron ellas las únicas conmovidas por nuestros escondidos pero innegables encantos musicales. Varios brasileros preguntaron si éramos tan pelotudos e ineptos como parecíamos, y si el instrumento que estábamos tocando era el cavaquinho. Poco nos costó comprender que a) nuestras horrísonas melodías de sudacas no eran del agrado de los hermanos brasileros, y que b) el cavaquinho es un instrumento brasilero semejante al charango criollo y al ukelele americano, que posee cuatro cuerdas y un sonido estridente y alegre.
                Nuevamente emprendimos vuelo, y en menos de dos horas aterrizamos sanos, salvos y ansiosos en Porto Seguro, bajo un sol abrasador y con la expectativa de la aventura latiendo en todos los sentidos. Rápidamente desembarcamos, tomamos un taxi rumbo al puerto y nos sentamos, expectantes, en la dichosa y ya mencionada balsa. Arraial D’ajuda estaba ahí, detrás de las nubes que empezaban a aparecer en lontananza y que en cuestión de segundos cubrieron todo el cielo y nos regalaron nuestro primer chubasco tropical. Minutos después, desembarcamos y tomamos otro taxi hacia la posada.
                Desde el primer momento, nos sorprendió gratamente la alegría y la jovialidad de todo el mundo. Incluso mientras trabajaban, los bahianos parecían regocijarse en la singularidad e irrecuperabilidad de cada momento, de cada sensación. También nos sorprendió gratamente la posada: dos piletas, sauna, hamacas paraguayas, servicio de habitación, desayuno, y parrillas. Para el no imposible lector turista, que gusta de listas de precios y de catálogos de atracciones, diré que el precio que pagamos por diez días en semejante bulín es similar al que se abona en, por ejemplo, Villa Gesell para pasar quince días en una casa céntrica en enero.
                Volviendo a la serie de eventos, rápidamente arrojamos descuidadamente nuestras pertenencias en la habitación que nos fue asignada y partimos presurosos a la playa, desafiando las nubes y las gotas latentes. No hubo demasiado tiempo para pasear por Araçaipe, la playa más cercana a nuestro hospedaje, pues el atardecer cayó de golpe y nos envió de nuevo a la posada. No obstante, el tiempo bastó para comprar un coco en el puesto de João Pescador. ¡Oh dulce agua radiante de fotosíntesis, hielo para la lengua, fuego para el corazón, azúcar para los sentidos! Déjeme, despiadado lector, vagar unos instantes entre enunciados subjetivos e incorroborables, déjeme expresar que el agua de coco es un canto de sirenas, es el aire entre las hojas de las palmeras, el graznido de los pájaros desde el firmamento infranqueable. Y ya basta, podemos seguir como veníamos. También he de aseverar que la breve caminata por la playa sirvió para confirmar el hábito inherente y característico de Corbe: escupir. El muchacho, a partir de este punto, salivó, garzeó y esputó cada criatura caminante o estática, cada elemento mineral o vegetal, cada molécula del paisaje que le pareció demasiado seca o demasiado poco cambiante. El esfuerzo de nuestro amigo por remojar con el agua de sus entrañas cada grano de ciudad, de playa, y de selva fue cosa para ser admirada por su ejemplar empeño y gallardía. En el camino de regreso a la posada, compramos fiambre y pan en una despensa cercana. Nuevamente fuimos sorprendidos por las sonrisas y la buena disposición de los nativos para ayudarnos y hacernos sentir cómodos, actitud que no hizo menos que emocionarnos, acostumbrados como estamos a las típicas caras de culo bonaerenses.
                Al caer la noche, sumergimos nuestros cuerpos cansados en la cálida pileta y bebimos una buena conjunción de cerveza Skol y fernet Branca, el cual no puede faltar en el equipaje de ningún aventurero argentino. No diré que tres litros de cerveza y uno de fernet sean una exageración para el hígado ávido de nuevas experiencias, pero tampoco ocultaré que tal exabrupto en el consumo de nuestras preciadas pociones provocó una precoz borrachera. Tal fue así, que mientras escrutábamos  el firmamento desde la piscina, vimos acercarse un grupo de muchachos, a quienes, por su acento veloz y su bronceado curtido, catalogamos indubitablemente de bahianos. Al acercarse unos pasos más, descubrimos que en realidad estos bahianos eran de la provincia de Córdoba, culiao, más argentinos que el dulce de leche y la mano cambiada. No tardaríamos en percibir que la enorme mayoría de turistas en Arraial D’ajuda era de Argentina. Sí, ningún lugar es perfecto…
                Una vez que los saludos a los compatriotas se hubieron cumplimentado en tiempo y forma, y los brindis se hubieron efectuado según las normas del protocolo y ceremonial del borracho, notamos la presencia de una negra, esta vez sí indefectiblemente brasilera, que bañaba de luna sus prominentes senos a la vera de la piscina. Luego se le acercaron otra mujer, muy blanca ella, y una pequeña morenita de no más de seis años. Esta última, al oírnos hablar en español, se aproximó a nosotros embargada de curiosidad, y comenzó a deleitarnos con su musical cháchara en veloz portugués. No voy a ocultar que fue un gran placer tener contacto con tan simpática hija del Brasil, quien nos contó sobre su ciudad natal, Brazilia, y sobre lo mucho que le gustaba ir a la playa, nadar en la piscina, matar hormigas, y demás actividades típicas de la sabiduría infantil. Su nombre era Julia, y el de su madre, Marina. Su tía, la negra de prominentes y calamitosas tetas, era Fabiana. A ninguna de las dos mujeres les gustó el fernet, pero aun así participamos de un divertido intercambio musical y cultural. Cuando sonaron las campanas de la medianoche, decidí comportarme como el más valiente e irme a bañar para emprender el despiadado viaje etílico sin regreso hacia el centro de la ciudad. Saludé a las damas en elegante portugués, y procedí a la habitación.
 Lo siguiente que recuerdo es despertarme desnudo y fresquito cual lechuga en mi lecho al otro día. Resultó ser que la peligrosa mezcla de cansancio y alcohol derivó en mi consecuente desfallecimiento narcoléptico. Una vez que mis amigos se hubieron bañado, intentaron despertarme, sin escatimar golpes, amenazas, gritos y hasta intentos de abuso sexual (según posteriormente me confesaron). Tal era mi estado, que de nada de esto me enteré. De lo que sí me enteré es que mis bravíos compañeros partieron sin mí al centro de Arraial, espacio erigido entorno a la rúa Mucugé, y no dudaron en empinar el codo en algún puesto de caipirinha en la entrada de la mencionada rúa. Luego asistieron al bar-boliche Morocha, situado al final de Mucugé. El lugar se caracteriza por su estilo argentino, tanto en la selección de la música y las bebidas, como en la atención de los mozos, que hablan español perfectamente. Lo curioso de la empresa de mis correligionarios, según me enteré por la mañana, no fueron sus aventuras dentro del boliche, sino el regreso. Ebrios ambos, decidieron subirse a una de las combis que constantemente recorre el trayecto que va desde el embarcadero de la balsa hasta el centro. Ocurrió que la combi ya estaba llena, aunque los sentidos afectados de mis compañeros no lo notaran. Al no tener lugar pero insistir en contar con uno, provocaron que los demás pasajeros se bajaran de la combi en son de protesta. Corbe, sin entender las razones de esos sobrios turistas, entonó una frase que sería emblema del viaje: “¿Por qué mierda no arranca la cosa esta? Decí que es la primera noche, si no la arranco yo y me la llevo.”
De alguna manera u otra, mis secuaces se las arreglaron para retornar de esa primera noche. Contadas todas las anécdotas a la mañana siguiente, nos dispusimos a desayunar en la posada para luego partir rumbo a la playa. Pan de queso, maracuyá, ananá, salchichas con huevo, todo vino bien después de tanto fernet. Y tal mezcla de proteínas, hidratos de carbono y lípidos sirvió para juntar energías para la dura caminata por la playa. Como el lector ya habrá comprendido, nuestra bajada era la playa Araçaipe. Desde allí caminamos con rumbo sur durante no menos de una hora hasta que finalmente nos detuvimos en un barcito sobre la playa Pitinga a degustar unos merecidos refrescos de guaraná y algunas necesarias caipirinhas. No podía faltar el gusto indefinible del agua de coco en mi paladar abrasado por el sol bahiano, y tampoco podía evitar la oportunidad de quedarme conversando con el vendedor de cocos, un tal Raimundo, negro sumamente amable y jovial, como todos los nativos. Pues no he mencionado aún que ya había visitado Arraial D’ajuda cuando tenía sólo tres años, de la mano de mis progenitores, y si algún recuerdo me quedaba de aquella primera aventura, era el de un bahianito que solía descuidar su trabajo de vendedor ambulante de playa para jugar con vuestra humilde narrador. Su nombre era Rafael, y  su carácter alegre no tenía ningún vestigio de la maldad de la que el contacto con la sociedad infecta a los individuos. Pues entonces, le pregunté a Raimundo si conocía este tal Rafael y si aún vivía en el lugar; obtuve una afirmación como respuesta a la primera pregunta, pero, lamentablemente, una negación en respuesta a la segunda. Rafael, si algún improbable día leés estas líneas, recibí este saludo de mi parte. Mientras escuchaba alguna de las anécdotas de playa del afable Raimundo, avisté a las tres damas que habíamos conocido en el aeropuerto: Antonella, Sabrina y Ágata. Ellas también me reconocieron y así entablamos una grata amistad que se extendería hasta que ellas volvieran a Argentina. Dejando de lado nuestra imperdonable paradoja (ir a Brasil a interactuar con argentinas), conocer a las chicas fue un lado muy positivo del viaje, pues demostraron ser unas de las pocas argentinas sin la tradicional cara de orto criolla que se pasea aun en tiempo de vacaciones por los destinos turísticos más variados. Por eso y mucho más, aplausos para las tres mosqueteras. Pasamos toda esa tarde nadando en Pitinga, dándonos aires de bahianos y enfrentándonos ese sol ardiente y desconocido que no tardaría en dejar su huella en nuestra piel, como se verá más adelante. Verdaderamente, flotar en las templadas aguas de Arraial, contemplando ociosamente los frondosos morros y los interminables arrecifes es un de las experiencias más relajantes y placenteras que he sufrido en este impiadoso mundo. Sólo cuando salimos del mar, bien entrada la tarde, para degustar otra tanda de merecidas caipirinhas, nos dimos cuenta que en ninguna playa había guardavidas. O bien los bahianos asumen que hay que ser muy pelotudo para ahogarse en aguas tan calmas, o bien las mareas no son peligrosas de modo alguno y nadie se ha ahogado hasta el momento.
Como dato colorido de esa tarde, puede subrayarse el pequeño incidente acaecido  a nuestro compañero el Garga. Ocurrió que, mientras la banda disfrutaba de sus caipirinhas vespertinas sobre las tenues arenas, avistamos no lejos de nuestra mesa a un bahiano que sirviéndose de un cuchillo y de su destreza en sus manos, moldeaba una informe hoja de palmera hasta que esta tomaba la forma de un objeto reconocible, como por ejemplo, un ave. Al ver nuestro interés en su labor, se nos acercó sonriendo y en cuestión de segundos transformó una inmensa y fibrosa hoja de matorral en una rosa, la cual, para gracia de todos, le regaló al Garga a modo de ofrenda romántica. (Hay foto incriminatoria del Garga dejándose seducir por este negro artista, consultar revista Gente, mes de marzo de 2012.) Lo curioso es que el Garga, a pesar de querer demostrar lo contrario, termina quedando como el putito del grupo cada vez que salimos de aventura (o, como la gente lo llama, de vacaciones). Parece tener un imán para este tipo de eventualidades[2].
Volvimos todos juntos desde Pitinga en una de las numerosas combis que trasladan pasajeros desde las playas hasta el centro o hasta la Estrada do balsa, donde tanto nosotros como nuestras nuevas amigas nos hospedábamos.  La combi en cuestión estaba llena, rebalsada de jóvenes brasileros turistas, quienes se sumaron al ritmo de nuestros ukeles para entonar improvisadas canciones de Armandinho, Vinicius de Moraes, Michel Teló, el feliz cumpleaños, el Himno Nacional Argentino, y hasta una novedosa canción que a todos ellos encantó a pesar de no comprender su letra (y de cuya autoría me declaro culpable junto con mi secuaz el Garga, así como también de la estúpida viveza criolla que impulsó su creación) que decía algo así como : “Pelé se cogió a un pibe, olé, olé, olé”[3]. Y todos contentos, y todos cantando.
Como el atento lector habrá deducido, la fecha del día era 2 de febrero. Y como el lector avezado no habrá tardado en señalar, ese día se celebra la popular fiesta de Iemanjá. Esta deidad del mar, que en el sincretismo afro-cristiano es una pseudo Virgen María, es sumamente reconocida y adorada en Brasil, no sólo por los Umbandas sino por gran parte de la población cristiana no practicante. Su gran popularidad y su estrecha relación con el mar hacen que cada 2 de febrero se realicen excelsas manifestaciones populosas en su honor. En Arraial D’ajuda, en particular, es muy renombrada la fiesta que se realiza todos los años en el balneario Corujão, sobre la playa Araçaipe. Para nosotros, dignos feligreses de la joda, la algarabía populosa y las noctívagas celebraciones báquicas, se presentaba esa noche una inmejorable oportunidad para profundizar nuestra fe en la caipirinha. Tal es así que una vez que nos hubimos bañado, hubimos degustado unos prolijos sándwiches y hubimos dado las buenas noches a nuestra encantadora vecinita, Julia, a quien, espero, el lector no habrá olvidado, nos dirigimos a Corujão, ubicado a escasos 400 metros de nuestra posada, con el corazón en alto y el ánimo exultante.
¡Oh, lector, cómo transcribir las manifestaciones de aquella noche! Todo empezó con unos tragos de rigor y una afable socialización con nuestro multicultural entorno. Por aquí un francés, por allá una paulista, por acullá nuestros amigos cordobeses de la posada. Aún más allá una carpa llena de umbandas, por aquí cerca una bahiana danzando como si fuera la última noche, y detrás de todo eso el mar, omnipresente, zumbando sus olas y sus murmurando sus poesías de sal (pero aquí ya estoy abusando de aquellos enunciados que prometí evitar al principio de este relato). Podría relatar cómo tomamos múltiples fotos con umbandas a quienes persuadimos de hacer la señal de “viva Perón”, o nuestro encuentro con Carlos Tolosa, nuestro intermediario turístico con la posada, quien estaba agudamente enfiestado. Podría también describir la deliciosa lluvia que se desató, como es de rigor en Arraial, en medio de la madrugada, mojando los numerosos barquitos de papel que colgaban por doquier, o podría narrar las andanzas de aquel chileno tan avezado en travestis que tuvimos la desgracia de conocer.  Muchas son las anécdotas que podría narrar, y muchas los rasgos que me gustaría describir, surcando este texto como un lienzo hasta hacerlo vibrar de colores, como Vermeer, como Rembrandt, como Flaubert. Podría traer hasta esta página el momento bizarro en el que, mientras estaba en la barra charlando con la vieja mesera negra en mi fluido portugués de ebrio, fui asaltado por dos seres extraordinarios. Ambos eran andróginos a su manera. Uno de ellos se presentó como Sergio, y su pareja como María. Sergio resultó ser una mujer convertida en hombre, y María un hombre convertido en mujer, loado sea el milagro de la medicina. Sergio conocía a casi todos los presentes, y me invitó varios tragos. No puede uno no dejar de conmoverse ante la simpatía y el desprendimiento de los bahianos, ante su alegría constante y su energía contagiosa, sin importar lo excéntrico de su sexo. Baste señalar dos eventos más de la noche. El primero tiene que ver con la tradición umbanda: los feligreses repartieron flores blancas a todo el mundo a una determinada pero inespecífica hora de la noche, y todos bajamos al mar a echarlas al agua y a pedirle sus favores a Iemanjá. Muy bello ritual, permítaseme dejar asentado, aunque no participe de la fe umbanda. El otro evento tiene que ver con una negra que bailaba, si esto es posible, aun más fervorosamente que las otras, y a quien puse el nombre de Iemanjá, ya que todo el mundo la conocía y la saludaba como si se tratara de su cumpleaños. No tardamos en descubrir que era una conocida personalidad de la noche (y de la tarde, y de la mañana) de Arraial, y que era querida por todos. La morena resultó ser de lo más simpática, y con mucho descaro le propuse enseñarle a bailar, haciéndole notar que sus pasos eran torpes en comparación con mis graciosas maniobras y piruetas báquicas.
En un determinado momento de la madrugada, el Garga y yo nos percatamos de que Corbe ya no se hallaba en el lugar. A esa inespecífica hora (ninguno de los dos portaba celular ni reloj, vaya bendición), emprendimos el camino de regreso. Apenas nos hubimos alejado escasos pasos del balneario, el Garga preguntó, más para sí mismo que para mí: “¿Qué esh eshto que tengo acá?”, al tiempo que se tanteaba el muslo izquierdo. Para mi anonadamiento, se metió la mano dentro del pantalón y sacó de entre sus calzones un enorme posavasos de goma, de esos que proliferan en la barra de los bares, con la inscripción de Absolut Vodka. Vaya borracho peligroso, mi compañero. Está de más detallar la explosión de hilaridad que este mínimo incidente produjo.
En cuanto entramos en nuestra habitación, nos percatamos de que: a) Corbe efectivamente estaba durmiendo en su lecho asignado, y de que b) la valija del Garga había sido abierta y un coco había sido depositado en ella. El misterio de b) duró hasta que recordamos que, antes de salir, habíamos dejado ese pequeño coco bajo la almohada de Corbe para que a este, al llegar y tirarse confiadamente sobre su cama, se le llenara el culo de dudas y la cabeza de chichones. ¡Somos chicos buenos!
Pero qué despertar a la mañana siguiente, mi Iemanjá querida. A duras penas logré arrastrarme de la cama, tosiendo mi resaca. Mis compañeros de aventuras no estaban mucho mejor que yo. Fútil sería aclarar que perdimos el desayuno, pero no demoramos demasiado en bajar a la playa, caminar hasta Pitinga y servirnos unas gaseosas de guaraná y un porción de rabas, para hacer lugar a las eventuales Skols y caipirinhas. ¡Joder!, que no he cruzado un cuarto de continente para tomar agua. Allí volvimos a dar con nuestras compatriotas y amigas, con quienes volvimos a pasar la tarde, y con quienes volvimos caminando por la playa hasta nuestra posada, no sin antes acercarnos por primera vez  a la playa Taípe, la última de Arraial, donde nos revolcamos por las olas y disfrutamos de las cristalinas aguas del río homónimo que baja desde el morro para unirse al mar. Esa misma tarde, cabe recordar, hicimos buenas migas con el mozo del barcito de Pitinga conocido como Flor do Sal, un simpático argentino (si es que a tal sustantivo le cabe tal adjetivo), pelado y bien dispuesto, que días después (nótese aquí como el orden estrictamente cronológico de los hechos sería ridículo y contraproducente a los efectos narrativos) nos relataría cómo dejó su puesto en la cocina del restaurant de Narda Lepes en Buenos Aires, su casa, sus cosas, su familia y sus amigos, para partir inesperadamente a Brasil y nunca más volver. En los cinco años que llevaba viviendo en Arraial, no había tenido contacto con ninguna persona de Quilmes (donde vivía antes de partir), ni siquiera con ningún familiar. Y…, cuando la ciudad de te cansa…
Esa noche, 3 de febrero, era la última de nuestra querida Julia en Arraial, quien partiría a la mañana siguiente con Fabiana y Marina de regreso a Brazilia. Para homenajear a nuestras buenas compañeras de posada, el Garga amasó unas pizzas, las cuales no le salieron tan bien con le hubiesen salido con sus conocidas materias primas nacionales. Los productos brasileros fueron demasiado para sus manos criollas. Corbe y yo, por nuestra parte, intentamos prender las parrillas de la posada para asar las pizzas, fieles a la usanza criolla. Tampoco dimos en la tecla adecuada, pues el carbón brasilero resultó ser bastante distinto al argentino y las brasas se consumieron mucho más rápidamente de lo que esperábamos. Tanto preparativo para intentar sorprender y agasajar a las brasileras, para enterarnos más tarde de que la madre de Marina tenía una pizzería. Nuestro menjunje de harina, agua y levadura quemado a fuego lento le habrá parecido lo más intragable de nuestra comida vernácula, a pesar de que dijeron lo contrario. Sin embargo, todo se compensó con el abrazo de despedida de la pequeña Julia, a quien recordaremos por mucho tiempo como la nenita más simpática y tierna del mundo.
Una vez que las tres mujeres se hubieron ido a dormir, nos quedamos en la pileta tomando fernet (para variar) junto a un nuevo amigo: un tal Lauro, oriundo de Minas Gerais, que resultó ser un gran mangueador de cigarrillos, dato que al Garga lo perjudicó notablemente, pues ni Corbe ni yo fumamos. A pesar de esta maña, Lauro demostró ser un buen tipo, pausado y tranquilo dentro del espíritu jodón inherente a todos los brasileros de la costa este. Luego del tercer vaso del cordial, nos instó a asistir como invitados de honor al Centro Hípico de Arraial, donde estaba organizando el encuentro hípico estadual. Si bien entendemos poco y nada sobre caballos, la insistencia y la buena onda con que Lauro propuso la invitación nos hizo prometer que asistiríamos alguno de los próximo días.
Esa noche, por una de las fortuitas intervenciones de los aparatos incomunicadores de la posmodernidad, nos enteramos de que Luciano D., quien a partir de ahora será llamado Dele, estaba en camino hacia Arraial desde Fortaleza, donde estaba realizando unos chanchullos y matufias inenarrables. El Dele era nuestro amigo desde la escuela primaria, por lo que esperábamos su llegada inexacta con anticipación aunque con incertidumbre, y decidimos hacerle un lugar en nuestra habitación. ¿Cómo es que pudimos meter a otro tipo en la posada? Pues muy simple, lector curioso. Nuestra habitación era para cuatro personas, no para tres. Y no es que seamos unos burguesitos derrochadores, sino que a último momento uno de los muchachos con quien íbamos a emprender esta aventura canceló repentinamente sus planes, a causa de problemas laborales. El muchacho que decidió no viajar fue Ramiro, quien a partir de ahora será señalado con el nombre de Foca (con el opcional epíteto de Gordo Foca), y debo admitir que su presencia en tal aventura hubiera sido realmente apreciada. Quedó así, en su ausencia, una plaza libre en nuestro hospedaje.
Plaza que a partir de la mañana siguiente fue ocupada por el Dele, quien llegó bastante temprano, gritando y fingiendo ruido de ametralladoras para intentar asustarnos. (Mientras nosotros estábamos de joda en Arraial, en Salvador, capital de Bahía, se desarrollaba un paro de la policía militar, que había entrado en una suerte de mini guerra civil con las Fuerzas Armadas. El Dele asumió que nosotros estábamos al tanto de esto, y quiso usar esa –¿irrelevante?- información para alarmarnos mientras dormíamos. Pobre iluso…). Dimos entonces la bienvenida a nuestro amigo recién llegado, que había viajado casi un día entero en micro para reunírsenos. Desayunamos sin prisa, cual hobbits en Gamoburgo, mientras oíamos la ininterrumpida serie de historias que el Dele contaba sobre Fortaleza y la vida en Brasil. Ulteriormente, bajamos a nuestra ya querida Araçaipe y emprendimos nuestra ya tradicional caminata hacia Pitinga. ¡Queridos son mis pies por haber caminado esas arenas! El Garga retozó al son del ukele por entre las dunas serpeantes alardeando de su panza vigorosa; Corbe escupió tanto como pudo en todos los espacios carentes de humedad que descubrió; el Dele enredó los alambrados pelos de su cuerpo con las algas del mar, y yo tomé fotos, múltiples fotos de todo esto para no permitir que quedara tan sólo guardado en el recuerdo.
Una vez en Pitinga, no me van a creer a quiénes nos encontramos… ¡Sí, lector, adivinó! A Antonella, Ágata y Sabrina. Les presentamos al Dele, y este las arrulló a su vez con sus relatos de Fortaleza y las costumbres brasileras, sobre las que estaba tal vez demasiado versado, o tal vez demasiado locuaz. Lo interesante de esa tarde, además del sol abrasador y del cielo sumamente luminoso, (y escribo aquí más con la panza que con la mano), fue la hermosa moqueca de camarones que degustamos en Flor de Sal, en tanto brindábamos con las infaltables caipirinhas. ¡Gracias mar por tantos tiernos animales, gracias pescadores por ejercer tan noble profesión, gracias Crespo por los goles en la Copa Libertadores del ’96, gracias vida por haberme llevado a Arraial D’ajuda! Además, esa tarde pasamos un buen rato en las piedras que se hacen visibles al bajar la marea en las playas de Pitinga, escrutando los animalejos que más arriba he descrito: erizos, alypsias, cangrejos, etc.
Esa noche recibimos la visita en nuestra posada de nuestras amigas. Cenamos lo que había sobrado del fallido intento de pizzas a la parrilla de la noche anterior, y jugamos varios partidos de pool (¿sabía usted que los pooles brasileros poseen agujeros y pelotas mucho más pequeñas que las argentinas, y que la punta de los tacos es de duro plástico?) y de metegol. En suma, y a pesar de haber declarado lo contrario, me declaro un gran perdedor en todos esos juegos, pues fui víctima ora de la habilidad ora de las trampas de Sabrina, quien creo que nunca dejará de burlarse de mi impericia. Una vez que nuestras compañeras hubieron partido hacia su posada, planeamos rematar la jornada con un trago de fernet al gañote y un chapuzón en la pileta, pues nuestro cuero empezaba a arder por haber estado tanto tiempo bajo el sol abrasador, y estábamos verdaderamente cansados. Sin embargo, sólo el Dele llegó a dormirse, pues cuando el resto de nosotros pensaba seguir sus pasos, un grupo de brasileros, entre los que estaba Lauro (pidiendo cigarrillos), nos invitó a unírsenos. Dijeron que nos habían escuchado tocar el cavaquinho (nuestros ukeleles) y que querían tocar algo con nosotros. Trajimos pues nuestros instrumentos e improvisamos unas melodías de Pampa Yakuza mientras el Corbe escupía y hacía sonar los huevitos como toda percusión. Desencajamos totalmente, a duras penas logramos cantar con nuestras voces intrínsecamente poco agraciadas, y aun más desagradables por el agobio y el cansancio. Sin embargo, los brasileros se mostraron contentos y nos invitaron a beber cachaça de Minas Gerais, más específicamente de la ciudad de Salinas (“a melhor cachaça do Brasil”, nos afirmaron, y debía ser así, pues al beberla sola, pura, la garganta sentía el fresco sabor de la caña de azúcar, así como el escozor tibio típico del whisky.) Se presentaron entonces como Riam, Beto y Ricky. Resultó ser que ellos eran músicos de verdad, no meros tilingos haciendo ruido como nosotros. Nos mostraron la combi ploteada con la foto de Riam, líder de su banda, y nos contaron que estaban de gira por Bahía. No se demoraron en sacar la guitarra acústica y el cajón flamenco y tocar “Madri”, de Fernando e Soracaba. El guitarrista, Ricky, era un tipo sumamente tímido pero con una capacidad musical asombrosa. Sus dedos volaban, improvisaba todo tipo de melodías, sacaba punteados de oído con sólo escuchar los silbidos de las notas, y, en suma, daba cátedra de música. Esta animosa gente nos instó a tocar algún otro tema de nuestro repertorio (como ellos lo llamaron), y el Garga y yo nos vimos forzados a tocar, para la vergüenza nacional, Anarquía en la escuela, de Flema, banda impúdica e impresentable si las hubo en Argentina, pero la única que se nos ocurrió luego de tanto sol y de tanto brebaje etílico. Aun así, divertimos a Riam y su banda. Esta experiencia debería habernos enseñado a no mostrar nuestras dotes de artistas amateurs frente a cualquier persona, ya que uno nunca sabe dónde puede aparecer un verdadero artista oculto que lo escrache a uno públicamente. Sin embargo, como mostraré en su debido momento, la lección no fue aprendida debidamente. Antes de irnos a dormir, prometimos una vez más a Lauro visitar su evento hípico.
Y cómo arde el cuerpo, damas y caballeros. Uno, humilde criatura de estas pampas, se pone protector solar 40 y sale a danzar bajo el sol del trópico con la misma confianza con la que lo haría bajo el inocente sol de Mar del Plata, pero olvida, o finge olvidar, que sólo está jugando a ser un bahiano curtido, y que en realidad es, como este enunciado resalta en su comienzo, una humilde criatura de la pampa argentina. Por eso, cuando a la mañana siguiente el Dele nos intentó despertar a todos a las 9 de la mañana con una efusividad exagerada, le respondimos con insultos y exabruptos provenientes de tres cabezas insoladas. ¿Aprendieron, muchachitos, a no joder con el sol de Bahía?, parecían preguntarnos con sorna nuestras coronillas abrasadas. El desayuno, la caminata por la playa, todo costó mucho más ese día, incluso después de haber descargado una sarta de puteadas al jovial Dele que se empeñaba en hacernos comer tapioca, cual chamán presentando su santo remedio frente al malhumor y la insolación.
 Antes de bajar a la playa, fuimos al Centro Hípico a hacer acto de presencia en la festividad que organizaba nuestro amigo Lauro. Hay que reconocer que, a pesar de nuestra vasta ignorancia en equitación, disfrutamos de la vista de las hermosas bestias de brillante pelaje que se dejaban cabalgar por sus duchos jinetes. Luego, bajamos, pues, a la playa (con nuestras blancas remeras amarradas a la cabeza para esquivar el sol, dada la falta de gorros), y dormimos una pequeña siesta en Mucugé. Podría señalar que mientras estirábamos nuestros cuerpos ardidos en las reposaras del bar de playa que nos cobijaba, un bahiano se acercó ofreciendo remedios para enfermedades espirituales. Ante tal oferta, no pude menos que reaccionar con una catarata de escéptica hilaridad, aun cuando el vendedor me hubo explicado que la mayor parte de nuestras enfermedades corporales están causadas ni más ni menos que por una parte de ese ente abstracto, impreciso e incluso improbable que es nuestro espíritu, parte que contrae patologías que son la causa de todo mal. Este dato, por ahora irrelevante, cobrará importancia más adelante.
Esa tarde volvimos a Araçaipe más temprano que de costumbre, y allí devoré una panzada de camarones con limón en el bar João Pescador. Insolado o no insolado, los bichos del mar nunca son suficientes para saciar mi voracidad. Cuando pasamos por Corujão , avisté a Sergio, el (por así llamarlo) transexual que conocí en la fiesta del 2 de febrero (y qué mal que sonaría este enunciado sin su apropiado contexto). El tipo (por así llamarlo) me reconoció y saludó con efusividad, y hasta propuso servir una ronda de cervezas para mí y mis amigos, gentileza que insólitamente declinamos a causa de nuestra pobre estado físico. Hombre, mujer o andrógino, indiscutiblemente una criatura feliz y macanuda.
Ya en la posada, nos acostamos un rato a descansar, en vista de que por la noche pretendíamos ir a una fiesta bastante popular en la Ilha dos Aquarios, una isla de considerable tamaño ubicada en el río Buranhém, a mitad de camino entre Porto Seguro y Arraial D’ajuda. Para ser utilizada como boliche, la isla es demasiado grande, pues tiene capacidad para miles de personas. Pero frenemos la acelerada descripción y volvamos a la serie de eventos: una vez que nos levantamos de nuestra breve siesta y nos bañamos, decidimos comer en el restaurant que se situaba a menos de 300 metros de la posada. El Garga optó por un plato de pollo, mientras que los muchachos se castigaron con una buena pizza. Por mi parte, me decidí por un dorado. Mientras haya animales en el mar, seguiré teniendo hambre, ¡carajo! Luego de comer y de efectuar los correspondientes brindis con Skol, verdadera cura contra la insolación, tomamos una combi hasta el embarcadero. Allí hubimos de esperar un rato hasta que la pequeña embarcación que transportaba gente desde el boliche hacia Porto y Arraial llegara, rato que Corbe aprovechó para escupir las tersas aguas del río surcadas por infinidad de criaturas oscuras. Finalmente, el ferry emergió desde el centro del río y nos embarcamos hacia la Ilha dos Aquarios.
La isla es un lugar hermoso, plagado de caminos de frondosa vegetación que unen las pistas de fogó, música electrónica, y samba, entre otras. Posee varios espacios ambientados de acuerdo a la música que suena, y tiene un innovador sistema de cobro para extraer bebidas en la barra: el consumidor compra una tarjeta y la carga en los centros de recarga, cual tarjeta de Sacoa. Aquí y allá, se pueden encontrar acuarios donde nadan peces de colores, tiburones, rayas, y otros especímenes de la fauna marina. A pesar de mi desdén hacia los ritmos populares bailables, debo admitir que la noche empezó realmente cuando llegamos a la pista de fogó. Allí tocaba una banda liderada por una hermosa rubia que ostentaba un carisma inquebrantable sobre el escenario, y que extendía su energía avasalladora sobre la multitud que se agrupaba bailando al ritmo de sus canciones. Entre los hits brasileros y las decenas de caipirinhas que, inexplicablemente, llegaban a nuestras manos, no sólo la insolación decidió abandonarnos sino que además comprendimos que el sentido de nuestras vidas era bailar, por lo cual dimos cátedra de danza a esas hordas de bahianos, cuyos pasos parecían toscos y burdos en comparación con nuestras irrisorias pero elaboradas coreografías. Así, pasando vergüenza una vez más, sociabilizamos con esa gente tan efusiva. Y en el medio del éxtasis, de la parafernalia fogosa brasilera, de los pasos de Stravisnky amoldados al sertanejo, encontramos a… ¿adivina, lector? ¡Sí! A Antonella, Ágata y Sabrina, que también se reían de nuestras piruetas sin ritmo ni coordinación, pero hacían la vista gorda e intentaban no reconocernos. No hay que juzgarlas, no es fácil ser amigo de semejantes pelotudos.
Visitamos todas las pistas que pudimos, intentando dejar siempre nuestro sello ridículamente sudaca. Una vez que cumplimos con nuestra misión, tomamos la balsa de regreso junto con nuestras amigas. En la balsa, persuadimos a algunos argentinos de cantar la Marcha Peronista. Asumo que esa gente aún no nos ha olvidado. Al desembarcar en Arraial, dimos por terminada la noche y volvimos a la posada, siguiendo el rastro de escupitajos de Corbe, para dejar dormir la borrachera danzarina.
Por la mañana el Dele nos despertó con la cautela de quien ya ha sido advertido: “una vez más que nos levantás a los gritos, y te cogemos a vos y a tu descendencia”. Con murmullos tímidos intentó recordarnos, pero sin demasiado éxito. Una vez más, nos perdimos el desayuno.
Cuando logramos por fin arrastrarnos desde nuestros lechos que nos amarraban con sábanas como enredaderas, decidimos aventurarnos a explorar las playas de Porto Seguro. Según lo que habíamos oído, no eran ni por asomo tan lindas como las de Arraial, pero aun así nuestra naturaleza inquieta nos indujo a adentrarnos en lo desconocido. Sin embargo, el resultado fue el esperado: en efecto, las playas de Porto Seguro no son ni por asomo la mitad de lindas que las de Arraial. Una vez que hubimos desembarcado de la balsa en Porto, nos encontramos con playas diminutas de menos de 3 metros de extensión entre las olas y los murallones de piedra. Las playas más concurridas, según fuimos asesorados en el centro de información turística, se hallaban más al norte. Para llegar a ellas tomamos un ómnibus, y luego de alrededor de veinte minutos de viaje arribamos a Tôa Tôa, una populosa playa en la que se suelen organizar fiestas masivas por las noches. Si bien la onda de la gente en el lugar preservaba la calidez a la que nos tenían acostumbrados hasta el momento los brasileros, su efusividad y su entusiasmo no eran tan, por así decirlo, vírgenes, impolutos. En el rostro de los portosegurenses se leía una extraña conjunción de esa paz inmutable de quien vive en el paraíso, con la seriedad, el egotismo, las preocupaciones de quien vive en una ciudad. En cuanto a la naturaleza de la playa, no es posible comprarla con la exuberancia de los morros y las arenas pletóricas de cocoteros de Arraial. Apenas algunos árboles se erigían en las playas de Porto Seguro, separándolas de la calle. Por otra parte, si bien no se puede aseverar que el lugar estaba sucio, en el sentido en que sentenciamos que la playa Bristol de Mar del Plata es sucia, tampoco se puede afirmar que estaba limpio si se lo compara con la inmaculada pureza de Taípe. En cuanto a las aguas, poseían las mismas características que, por ejemplo, Pitinga: pocas olas y poca corriente marina.
Caminamos largamente por entre los bares, degustamos unas caipirinhas y nos sumamos en cuanta joda fuimos aceptados, siempre con nuestras remeras blancas amarradas a la cabeza y nuestros ukeleles sonando, marcando tendencia a nuestra manera. Que no les extrañe encontrar que el año próximo la tiránica moda obliga a los bahianos a taparse la cabeza con remeras blancas, ¡tan imprevisibles y caprichosos son los cambios! Cuando nuestros pies se comenzaron a agotar, y Corbe comenzó a cansarse de escupir, decidimos emprender el regreso. La tarde empezaba a caer, y las caras de los muchachos que se acercaban a la playa no eran muy amistosas. A modo de gráfico, o si se quiere, de caricatura: mientras el Dele se duchaba a la vera de un bar de playa luego de salir del mar, un bahiano atrevido le preguntó si quería comprar algo de maconha. ¡Oh, hereje! ¡Claro que no! La rotunda y exacerbada negación de nuestro amigo habrá provocado que el morenito se asustara más que el Dele mismo. El Dele, curtido pateador de callejones, experimentado habitué de los bajo fondos,  nos instó a abandonar inmediatamente el lugar, asegurando que aquellos que “te empiezan ofreciendo droga, después te quieren vender personas”. Lo terrible, anonadado lector, es que verdaderamente esas fueron sus palabras.
Viajamos de regreso al centro de Porto Seguro en el mismo traqueteante y abarrotado colectivo que nos hubiera llevado de ida. Al bajar en el corazón de la urbe en la crítica hora del atardecer, cuando la gente hormiguea y los vendedores ambulantes grillan, capté como primera sensación ineludible que la ciudad no era de mi agrado. Si bien es vecina de Arraial y sus condiciones naturales son prácticamente idénticas, Porto Seguro es una curiosa mezcla del barrio de Once con la peatonal Rivadavia de Mar del Plata un 18 de enero a las 10 de la noche.  Las calles están decididamente sucias, los vendedores se desesperan por atraer clientes, los puestos de artesanías de mala calidad proliferan, los parias se multiplican por las callejuelas, las viejas torpes arrastran de la mano a sus nietos desobedientes y trastabillan con su ineptitud de transeúntes mal entrenados. En suma: casi como en Argentina. No puedo decir, sin embargo, que esa mezcla heteróclita no me divirtiera. Al pasear  por la Passarela do Álcool, cuyo mero nombre ya me entusiasmó, fuimos asaltados por decenas de vendedores de brebajes que nos urgían a beber sin cargo sus novedosas pociones para luego ofrecernos promociones a las que era difícil decir que no. Ni en mis más ambiciosos sueños de escabio me hube imaginado un Edén callejero en el que la gente se desviviera por darme de beber. Vale la pena recordar a un moreno que, exultante al oírnos hablar en español, salió corriendo, desbocado, de su puesto para tomarme de la mano al grito de “¡concha, concha!” y llevarme casi arrastrando hacia su garito. Mientras repetía “concha, concha, os argentinos gostam muito da concha”, elaboró un trago bastante llamativo: mezcló un destilado negro (que no me atrevo a imaginar qué sería) con vodka, y luego cortó un trocito de ananá y lo espolvoreó con pimienta y azúcar. Después de beber de un solo trago ese misterioso preparado, yo debía comer el pedazo de ananá. El amistoso brasilero prometió que, si volvía a pasar por ahí, por cada trago que le comprara me acreditaría una de sus famosas conchas.  
Finalmente, la noche cayó y nos dirigimos al embarcadero para tomar la balsa de regreso a Arraial. El ferry estaba amarrado esperando por los pasajeros, y decidimos sentarnos en el tercer y último piso de la embarcación, a fin de poder disfrutar del baño de luna casi llena que espejaba las aguas y teñía las distantes copas de los árboles del arrabal del sur. El compartimiento estaba sólo ocupado por dos mujeres y un hombre que parecían bastantes absortos en sus asuntos. Nos sentamos detrás de ellos, y analizamos nuestra estadía en Porto Seguro, comparando la acelerada ciudad con el ritmo sin horas de reloj al que Arraial nos tenía acostumbrados. Comenzamos pues a divagar sobre estos y otros asuntos que aburrirían al lector, como la Teoría de la Simultaneidad, las falencias del peronismo, y las ventajas y desventajas de la Skol en comparación con la Brahama, entre otros, hasta que las mujeres con quienes compartíamos el recinto nos interrumpieron con su acento chileno, preguntándonos sonrientes: “Disculpen, ¿ustedes son los músicos de la playa?”. Nótese que los ukeles que nos habían acompañado por los aeropuertos, las playas de Arraial y cuanta callejuela hubiéramos recorrido, también habían sido guiados a través de Porto Seguro. Con sorpresa pero no sin culpa admitimos vagamente que “sí, puede ser”. Animadas, las chilenas nos instaron a tocar algo, afirmándonos que ya nos habían visto y oído mientras paseaban por Porto Seguro ese día, y también en las playas de Arraial. El muchacho, que por su acento clasificamos de cordobés, también nos animaba a improvisar alguna canción. No nos habíamos olvidado de nuestra derrota por goleada ante Riam y su banda, pero esta muestra de reconocimiento y efusividad nos dio ánimos y decidimos tocar e intentar cantar la ya ensayadísima Tres minitas, de Pampa Yakuza. Con algunos silbidos esbocé el fatito inicial, y Dele y Corbe nos marcaron el tempo (o al menos lo intentaron) al ritmo de los huevitos. Sendos ukeleles estaban horrísonamente desafinados, dato que ni al Garga ni a mí nos pasó desapercibido. Pero más desafinadas aún estaban las voces vesánicas que destruyeron tan animada canción. La presentación, en suma, fue poco menos que un divertido desastre, aunque tanto las chilenas como el cordobés nos aplaudieron y vitorearon. Cuando para bien de todos la canción acabó, los recién conocidos nos contaron que también eran músicos. Los tres de ellos eran cantantes: una de ellas eran soprano; otra, mezzosoprano; el cordobés, por su parte, era un super músico de cierto renombre que podía cantar ora como Perón ora como Balbín, aunque su voz natural era tenor. En suma, otra vez nos rompieron el culo. El trío interpretó una excepcional canción en latín, que en conjunción con el paisaje de la barca en movimiento por el río colmado de rocío de luna, redondeó una experiencia entre sobrecogedora y lujuriosa. Ante la rendición de nuestros aplausos, interpretaron la conocida Si vas para Chile, que, sin dudas, nos quedó grabada en el corazón y la memoria para siempre. El lecho del río Buranhém guardará las voces de esos tres viajeros, preservándolas del desgaste y del olvido, y en la memoria eterna de sus aguas se seguirá oyendo el lamento “si vas para Chile, te ruego que pases por donde vive mi amada”.
¿Se dio cuenta usted, respetable lector, lo difícil que se hace no sólo pensar sino también sentir cuando las ciudades regurgitan vapores desde sus entrañas fétidas, cuando las calles se transforman en hormigueros de trogloditas, cuando las masas nadan a favor de la corriente de oscuros miasmas? Al padecer tales circunstancias, sin importar cuán de vacaciones esté, el individuo que aún se estime humano difícilmente puede apreciar el milagro del aire que entra y sale de los pulmones, el rugido de las olas que suben y bajan atravesando los ventrículos y aurículas para dar vida al espíritu, el olor de las flores derramándose sobre la tierra. Por eso, luego del baño de luna y de música que nos lavó de las excrecencias de la urbe de Porto Seguro, nuestros sentidos percibieron la belleza de Arraial D’ajuda con ojos extrañados, como si la contempláramos por primera vez, y la conjunción de milagros cotidianos enumerados anteriormente nos golpeó con la fuerza de la desautomatización. En comparación con el frenesí de superficialidad y banalidades que conmovía las calles de Porto Seguro, Arraial, con sus encantos superlativos, me parecía más que nunca un jardín idílico digno de sueños. Posiblemente fuera en ese momento en que me di cuenta que una parte de mí se quedaría para siempre en ese poblado de pescadores y de cangrejos. Nunca terminaría de irme de Arraial.
Dejemos de lado esa sensiblería tan tradicional y aboquémonos nuevamente a los hechos (Facts, facts, facts, como diría el práctico Mr. Gradgrind). Encantados de haber regresado a Arraial, decidimos ir a recorrer su centro que, llamativamente, aún no habíamos visitado. El corazón de la ciudadela se erige en torno a la rúa Mucugé, como ya he mencionado. Las combis que transportan pasajeros desde la Estrada do balsa hasta el centro estacionan en la plaza donde se alza la iglesia tradicional y centenaria de Arraial. Caminando por la rúa Bróduei desde la plaza se puede llegar a la rúa Mucugé. La Bróduei es a la Mucugé lo que Porto Seguro es a Arraial: la hermana fea. La encrucijada de las rúas Bróduei y Mucugé se caracterizan por sus numerosos puestos de venta de bebidas alcohólicas. La rúa Mucugé, por su parte, no en vano es llamada “a rúa mais charmosa do Brasil” (la calle más hermosa de Brasil). Los bares se suceden unos a otros, cada cual más encantador que el anterior. Los restaurantes se multiplican, todos ellos caracterizados por el buen gusto en su estilo rústico pero sobrio. Los puestos de artesanías (verdaderas artesanías, no meras baratijas como las que se hallaban en Porto Seguro) atraen a los turistas con sus numerosos colores y sus llamativos artilugios. Dentro de la misma rúa Mucugé, otra callejuela se abre perpendicularmente. Se la llama Beco das Cores, y no sería hiperbólico enunciar que es el callejón más ideal, más bonito que tuve la gracia de conocer: los barcitos compiten por ver cuál de ellos es más agradable, los tragos típicos proliferan, la gente es amistosa y cruza de bar en bar para socializar, y, como si fuera poco, todas las noches toca una banda en un bar diferente para musicalizar toda la callejuela. En suma: uno de mis lugares preferidos en el mundo.
Nos reunimos pues esa noche en la rúa Mucugé  con nuestras amigas Antonella, Ágata y Sabrina, y comimos unas extraordinarias pizzas en una cantina acogedora donde un muchacho interpretaba temas de Armandinho a pedido nuestro acompañándose con su guitarra. La velada fue encantadora de por más. Tomamos más de una ronda de gentiles Skols mientras acompañábamos con palmas las canciones del bahiano que musicalizaba el ambiente. Una vez que hubimos terminado de comer, partimos hacia los puestos de bebidas que ya he mencionado. Allí aceptamos más de una caipirinha, y yo me aventuré a probar vodka con jugo natural de ananá, experiencia de la que estoy lejos de arrepentirme. Mientras charlábamos con cuanto turista se presentaba, vimos llegar a un personaje notoriamente habitual de Mucugé, que con su tambor al hombro saludaba a todos los que lo reconocían. Para tentar la suerte, que hasta el momento se presentaba deliciosamente favorable, le propuse al hombrecillo: “vamos sambar”. Sin dudas, una decisión acertada. Sin preguntarme nombre, edad, ni número de documento, el personaje se apresuró a hacer sonar su tambor y a bailar ridícula y alegremente mientras entonaba con su áspera voz temas como La bamba, Garota de Ipanema, y demás temas brasileros sutilmente arreglados a fin de hacer bailar a saltos a quien los escuchara. Y quien los escuchara y bailara, en principio, fuimos ni más ni menos que nosotros, tan tímidos y recatados como siempre. Cortamos la callejuela dando piruetas y llamando a los transeúntes a unírsenos, cosa a la que muchos accedieron. Una vez que el cuerpo se hubo cansado, aplaudimos a nuestro músico callejero, quien se apresuró a pasar merecidamente la gorra. En conclusión, un maestro.
Una vez que nos hubimos saciado de samba y de tragos exóticos, partimos hacia el Beco das Cores a degustar unas ya ortodoxas y prolijas caipirinhas. Allí, de entre la multiplicidad de bares, elaboré una predilección por uno cuyo simple nombre, si mal no recuerdo, era Cachaçaría. En el mismo preparaban una caipirinha “da casa” con jengibre y miel, que después de beberla dejó en mi voz un tono muy similar al del Coco Basile. La gente que atendía el lugar era sumamente entusiasta y macanuda, y nos narraron algunas historias sobre cachaças y cachaçeros conocidos. Mientras ejercitábamos el gañote en este lugar y escuchábamos a la banda que desde el fondo de la calle interpretaba temas de estilo funk, apareció nuestra amiga Iemanjá, a quien espero que el lector no habrá olvidado: aquella popular morena que conocimos el 2 de febrero en la fiesta en Corujão. Ella, asimismo, nos reconoció y saludó, y nos presentó a sus amigos cariocas. Pues Iemanjá no se paseaba sola por el Beco: no, no. Dos caballeros la acompañaban. Sí, dos. Uno solo hubiese sido un despojo, una caricatura de las convenciones, y tres hubiesen sido hybris. Dos era el número ideal para la promiscua reina del mar.
Cuando las luces del Beco das Cores se empezaron a apagar (pues los bares cierran alrededor de las 2 de la mañana), despedimos a nuestras amigas argentinas, quienes estaban agotados luego de un exhaustivo día de playa, y nos encaminamos a Morocha, aquel boliche al que me referí párrafos y párrafos atrás. Si bien el Corbe y el Garga ya lo conocían (recuérdese la primera noche en la que, como se dice popularmente, “arrugué”), el Dele y yo aún no lo habíamos visitado. No es un lugar tan extremadamente agradable como el incomparable Beco das Cores, pero es un bar bastante acogedor, con espacio tanto para aquellos que prefieren quedarse sentados como para aquellos que quieren bailar. En nuestro caso, optamos por una mesita junto a la calle y nos dispusimos a pedir unas caipirinhas en cuanto el mozo se acercara. Sin embargo, al ver la carta, la idea original de las caipirinhas quedó relegada. Resultó ser que en el lugar se preparaba un brebaje con el nombre de llamaloca que nos llamó poderosamente la atención. Menos por avidez de borracho que por actitud científica frente al escabio, decidimos preguntarle al mozo de qué se trataba. La poción constaba de un shot de blue coração y cachaça en llamas. Un vez que se bebía de un solo trago, se tapaba la boca del shot y para contener el vapor del alcohol quemado; al sacar la mano del orificio, se llevaba el vasito a la boca y se aspiraba el vapor. Sin dudar un momento, pedimos una ronda de ese cordial. Y como explicar, lector, la sacudida ardiente que sucede de manera inmediata a la aspiración de esos vapores etílicos. Sentimos que la gran mano de Dionisos bajaba a azotarnos en la sien y a deslumbrarnos con un sinfín de estallidos de colores. La segunda ronda de este artificio tan original, desde luego, no se hizo esperar, eso es indudable. Lo que sí presenta una serie de dudas es cómo hicimos para volver a la posada…
Pues bien, a la mañana siguiente despertamos curiosamente temprano y en buen estado. Desayunamos con avidez, deleitándonos en cada fruta, en cada color y en cada sabor, y discutimos la eventual empresa de la jornada. Decidimos, luego de algunas infaltables dubitaciones, encaminarnos a Trancoso, aquella región que se extiende al sur de Arraial y al norte de Caraíva. Según nos hubimos asesorado, era preciso tomar un ómnibus desde el centro de Arraial para llegar a aquel austral destino. Dispuestos los preparativos para la excursión, entonces, emprendimos el consabido trayecto hacia el centro. Allí esperamos el micro que había de trasladarnos, y una vez que hubo llegado, nos acomodamos en sus destartalados asientos para disfrutar de un rato de sueño. Sin embargo, el paisaje de las afueras de Arraial D’ajuda era tan llamativo y salvaje, que dormir y no contemplarlo hubiera sido una grave falta. Con ojos de viajero, esos ojos que saben que corren el riesgo de no volver a ver lo que se tiene en frente, percibimos cada detalle, cada pared de roca, cada coral, cada porción de selva virgen. El micro se aventuraba por callejones de tierra, a la vera ora de esporádicos malecones ora de impenetrables muros de vegetación que demarcaban la jungla. Luego de más de una hora de rodaje, el chofer nos comunicó que ya nos encontrábamos en el corazón turístico de Trancoso. El transporte de regreso, según nos informó, pasaría a las 18 horas. Bajamos pues y caminamos bajo el ardiente sol del mediodía refulgiendo en el firmamento impoluto con rumbo impreciso. Una sola calle de tierra cortaba el salvaje paisaje selvático, y por ella nos adentramos en tanto nos deleitábamos con los matices del entorno. Casi inesperadamente, el paisaje cambió y dimos de improviso con las arenas de una playa bastante concurrida. Las vastísimas arenas eran blancas y abrasadoras, y el agua tenía muy poca profundidad y muy pocas olas. Caminamos hasta que dimos con un barcito que nos pareció acogedor y accesible. Nos sentamos en una de las mesas, y el mozo se aprontó a traernos la carta. Vea usted, lector con ojo de turista, que si bien ya habíamos sido prevenidos contra los precios de Trancoso, que se suponía que eran levemente más altos que los de Arraial, nunca hubiéramos esperado llegar al balneario “Nos rompieron el orto”, aquel sobre el que Peter Capusotto se olvidó de perorar. Los precios del lugar era desorbitantes, y si bien nos los puedo precisar con exactitud, sí puedo rememorar la cara de divertido anonadamiento con que recibimos la lista de platos. Sin embargo, comer allí era nuestra única opción, si se descarta la siempre presente pero evidentemente difícil opción de adentrarse en la selva y cazar alguna alimaña comestible. Pedimos una ensalada y una picada de pollo y pescado que era bastante accesible, junto con unas escasas Skols. Y tal como don Capusotto sugiere en sus sketchs, no nos privamos de exclamar al recibir la cuenta: “¡Uy! ¡Nos rompieron el orto!”.
Finalizado ese memorable almuerzo, retomamos nuestra caminata con rumbo sur. Dejamos atrás los balnearios turísticos, y en cierto momento, los bares en la playa prácticamente desaparecieron. No obstante, cada vez que avistábamos uno, nos apresurábamos a preguntar el precio de la caipirinha, simplemente para poder bromear una vez más con la merecida frase “¡Uy! ¡Nos rompieron el orto!”. Pues es un dato para notar que a medida que uno se adentra en el sur de esa región, los precios van subiendo proporcionalmente. Al punto que, en el último barcito, nos fue ofrecida una caipirinha por R$20, más del doble que en el lugar más caro de Arraial. Aburridos datos financieros aparte, debo hacer notar que en Trancoso no hay nada distinto a las olas, los cocoteros y la selva casi impenetrable. Caminamos durante horas con el fin de alcanzar la punta de la bahía, pero llegamos al punto en que el llamado de la selva al oeste se nos hizo demasiado tentador, y decidimos tomar un sendero desierto que la cruzaba. Avanzamos con precaución por allí hasta que dimos con una auténtica calle que formaba una encrucijada. Seguimos con rumbo sur por esa desértica calle durante casi media hora hasta que nos topamos con un cartel con un mensaje bastante explícito: “Cuidado. Cobras bravas”. La traducción se torna harto innecesaria. La perspectiva del regreso nunca pareció tan prudente y bienvenida, pero la idea de seguir adelante se volvió insoportablemente tentadora, por lo que decidimos continuar por un rato más. La expedición por esa calle se acabó súbitamente cuando un doberman babeante, enorme, negro, poseído (o al menos así mi mente me lo presentó en ese momento) se nos intentó acercar ladrando enfurecido. Tácitamente de acuerdo, dimos un giro de 360° y retornamos como el que no quiere la cosa. Por la misma encrucijada obscura salimos a la playa, donde festejamos el rencuentro con las olas con un merecido chapuzón. El mar en Trancoso es mucho más bravo que en Arraial, y no sin un escozor recordé súbitamente que en aquellas playas mi señora progenitora casi se ahogó en nuestra primera visita, tantos años atrás. ¡Oh, mar, si te la hubieras llevado…!
Dado que la tarde no detenía su curso y que el micro de regreso pasaba a las 18 horas, estimamos prudente empezar a volver. Mientras desandábamos nuestra caminata, nos dimos cuenta de que el mar había crecido notoriamente, pues la playa se había acortado varios metros. De hecho, en varios pasajes nos vimos obligados a caminar entre las olas, pues la arena no estaba visible. Finalmente, envueltos en una nube de cansancio y sed, arribamos a la zona más turísticas y populosa de Trancoso. Con avidez nos aprestamos a beber algunos refrescos de guaraná, en tanto observábamos que en esa región la crecida de la marea había provocado que se formaran piletas naturales entre la orilla y la selva. Por ese motivo, nos vimos obligados a cruzar esos cauces de agua de mar para emprender el efectivo regreso rumbo al micro. Llegamos a la callejuela donde habíamos empezado la caminata tantas horas atrás justo en el momento en el que el ómnibus se detenía frente a los pasajeros que lo aguardaban. Una vez que nos hubimos sentado, los cuatro nos entregamos al sueño sin decidirlo ni proponerlo, tal era nuestro cansancio. La aventura, en suma, había sido tan completa como encantadora.
Despertamos cuando estábamos entrando en Arraial. El transporte se detuvo en el centro, y de allí tomamos una de las ya conocidas combis rumbo a la Estrada do balsa, a fin de llegar a la posada con tiempo para bañarnos y distendernos en la pileta o el sauna. De esa manera procedimos y, luego de que el Garga se viera obligado a compartir sus cigarrillos con nuestro amigo Lauro y de que Corbe escupiera al pie de una palmera, emprendimos nuevamente el camino hacia el centro de la ciudadela, en tanto la noche caía, intemporal, desde el firmamento no medido por horas de reloj. Ya en la encrucijada de las rúas Bróduei y Mucugé fuimos asaltados por rostros familiares que nos saludaron amistosamente. En los puestos de bebidas fuimos invitados a beber algún brebaje para asentar la futura cena, brebaje al que, por principio, no pudimos decir que no. Desde allí caminamos por la rúa Mucugé, esa hermosa peatonal de brillantes luces. Nos detuvimos, famélicos, a evaluar las posibilidades de cada restaurant, hasta que finalmente nos decidimos por uno cuya mesera accedió a escuchar nuestra perorata sobre las similitudes entre Perón y Getulio Vargas, y hasta se animó a hacer la seña de “viva Perón” con los dedos índice y medio, agregando que era simpatizante de Getulio Vargas. Antes de pasar a la narración de la cena en sí, permítaseme señalar que ninguno de nosotros era peronista ni adepto al viejo Vargas; ocurre que sólo éramos hincha pelotas en busca de la desalienación del espíritu, y si esta llegaba a través de bahianos clamando “viva Perón” o a través de caminatas por la selva en busca de cobras bravas, era indiferente para nosotros, en tanto fuera funcional para nuestro propósito. De modo que nos adentramos en el restaurant elegido, en el cual seleccionamos una mesa a la vera de la rúa misma, a fin de no perder contacto con nuestro querido entorno. Allí compartí con el Dele una moqueca de camarones, mientras Corbe y Garga optaron por un moqueca de pollo. La calidad de la comida nos dejó más que satisfechos, y al complementar tal cena con las necesarias caipirinhas y Skols, nuestro espíritu suspiró en paz.
 Un vez que nos hubimos despedido de la moza que a partir de ese momento sería por siempre una partidaria de la JP en Arraial, partimos rumbo al Beco das Cores, nuestra estimada guarida. Allí nos encontramos con nuestras amigas argentinas, quienes disfrutaban de su última noche en el lugar. Al día siguiente habrían de retornar a nuestras pampas. Para sellar la despedida, tomamos más de una caipirinha en la Cachaçaría colorida que habíamos conocido la noche anterior. Oportunamente, hizo un breve acto de presencia nuestra amiga Iemanjá, quien nos saludó con esa actitud suya entre lúdica y solemne que tanto la caracterizaba. Asimismo, nos instó a asistir esa noche a Magnolia, un bar al sur de la playa Mucugé en el que se realizaban fiestas a menudo. 
Una vez que la música del Beco das Cores se empezó a apagar, partimos rumbo a Morocha. En el umbral aledaño al bolichito, dimos con las chilenas y el cordobés que hubiéramos conocido en la balsa de regreso de Porto Seguro. Entablamos, pues, una conversación con ellos, conversación que sirvió para determinar que: a) las chilenas pertenecían a la derecha política más conservadora y oligárquica de su país, ese sector que no sólo defiende a rajatabla la ideología del (entonces) actual presidente Piñeira, sino también el mandato funesto del dictador Pinochet. Sirva para ilustrar al lector asombrado la siguiente pregunta retórica de una de ellas: “¿Por qué la Universidad debe ser gratis? ¿Todo el mundo debe estudiar, o sólo aquellos que realmente lo merecen?” Me reservaré los comentarios políticos, esos comentarios que sin lugar a duda arruinaría el relato y que serían semejantes a estos: los crímenes de Pinochet, tanto como los de los dictadores argentinos, o incluso aun más que los de ellos, no se justifican desde ningún punto de vista, no sólo por sus características despóticas, tiránicas e inhumanas, sino también por haber logrado que la economía, la política y la cultura chilena retrocedieran medio siglo. En cuanto al conflicto universitario chileno, de más está decir que las universidades que se precien de mantener ese nombre deben, necesariamente, ser gratuitas, mantenidas por el Estado del que todos formamos parte. La educación no es un privilegio, es un derecho. De la otra cosa de la que nos percatamos a lo largo de esta conversación fue que: b) el cordobés resultó ser el tipo más copado del mundo. No sólo había corrido aventuras en numerosas ciudades del ancho mundo, sino que también demostró tener una personalidad muy particular, tan jovial como la de cualquier bahiano al tiempo que tan solemne como la de cualquier inglés. Sus comentarios humorísticos, agudos y punzantes, daban en la tecla acertada de cada aspecto que abarcaban. En suma, un grato tipo (de izquierda, permítaseme aclarar).
Nos despedimos de este heteróclito grupo e ingresamos en Morocha. Nos ubicamos en una mesa no lejos de la calle, y pedimos una ronda de llamalocas para sorprender a Antonella, Ágata y Sabrina. Pero quien nos sorprendió fue el mozo, quien nos comentó que existía un trago aún más exótico y poderoso, con el nombre de Lamborghini. Sin preguntar demasiado, nos trajeron uno para los cuatro hombres. El cordial constaba de una serie de copas con bebidas como cointreau, coñac y cachaça que formaba una torre. Al derramar la última copa sobre las demás, el aparatejo era prendido fuego. Desde la copa inferior, que también era la más ancha, bebíamos con sorbetes la mezcla de líquidos que se derramaban. Mientras así procedíamos, el mozo retiraba la copa superior y la tapaba, a fin de que, luego de beber lo necesario, pudiéramos aspirar el vapor de las emanaciones etílicas. En eso consistía, verdaderamente, la magia del trago. Mientras todo este rimbombante procedimiento se llevaba a cabo, otro mozo nos filmaba (¿dónde, me pregunto yo, habrá quedado ese video?). Ni lerdos ni perezosos, pedimos rápidamente otro, mientras nuestras amigas, en calidad de más ortodoxas que nosotros, o tal vez simplemente más prudentes, pedían tragos ya conocidos y menos peligrosos. Mientras tanto, una banda en el interior del bar interpretaba una versión casi bailable de Another brick in the Wall part II, de Pink Floyd. ¿Cómo mejorar la velada?
En cierto momento de la noche, nuestras amigas emprendieron el regreso a su posada, pues tenían que ultimar detalles antes de la partida total. Las despedimos en tiempo y forma, y partimos hacia Magnolia, donde esperábamos encontrarnos con una fiesta digna de ser recomendada por nuestra amiga Iemanjá. Un taxi nos llevó hasta el lugar. Ingresamos en el bar de playa y lo hallamos sumamente concurrido. Aquí y allá, la gente bailaba con ese entusiasmo tan característico. Nos refrescamos con algunas Skols en la barra y, entonces descubrimos a nuestra amiga Iemanjá. La señora, tan prudente como siempre, no se había mezclada en la algarabía populosa de la danza bahiana. En cambio, dejaba que su cuerpo totalmente desnudo fuera pintado por las manos de un artista local a la vista de todos. El hombre tomaba pigmentos con sus dedos, y los pasaba por entre los descubiertos senos de la tímida Iemanjá. ¡Vaya personaje! Muchas de las aventuras de esa noche escapan a mi recuerdo, pero sí puedo rememorar que el Garga se presentó a todo el mundo como Máximo Cozzetti[4], agregando que a partir del momento él estaba a cargo de la fiesta. 
Cuando el momento fue el adecuado, abandonamos el lugar y tomamos un taxi de regreso a la posada, tan cansados como contentos. La séptima jornada en Arraial D’ajuda había concluido con gloria y con alegría.
El día siguiente despuntó radiante y soleado. Desayunamos en la posada, y loadas sean las frutas de Brasil. La idea para ese día era la de darle una segunda oportunidad a la noche de Porto Seguro. Planeábamos, pues, cenar allí, no sin antes dar una breve visita a Pitinga. Para ahorrar tiempo, nos trasladamos a nuestra playa predilecta en combi. Disfrutamos un rato del mar, y finalmente nos dimos de lleno a las caipirinhas y a la charla con el pelado mozo del bar Flor de Sal. Más temprano que otros días, emprendimos el regreso por la orilla, siguiendo el ritmo de los vibrantes ukeleles, que los brasileros no se cansaban de confundir con cavaquinhos. Nos detuvimos en la playa Mucugé y decidimos acercarnos al centro, a fin de consultar por una excursión que nos había sido recomendada por nuestras amigas argentinas. La excursión constaba de un viaje en barca hacia un arrecife de coral en el mar, donde se podía hacer snorkel entre la rica vida marina. La travesía, según se decía, era meritoria. Así pues, el Dele y Corbe se encargaron de hacer los planes en la agencia de turismo, mientras el Garga hurgaba en los puestos de artesanías y yo me entretenía con el ukelele por la calle. En esa escena, se hizo presente aquel artista callejero que con su tambor y su voz afiebrada nos hubiera hecho danzar dos noches atrás. Al verme con un cavaquinho en la mano (¡pero que no es un cavaquinho, coño!), me invitó a sumármele esa noche en sus nómades presentaciones. Le aseguré, olvidándome que esa noche iba a ir a Porto Seguro, que haría lo posible por encontrarlo en la plaza con el cavaquinho (que no era un cavaquinho, a ver si alguien logra entenderlo).
El Dele y Corbe cerraron el trato por la excursión, que se desarrollaría al día siguiente a partir de las 8 de la mañana. Un vez que hubimos pagado, tomamos una combi en la plaza rumbo a la posada, a fin de alistarnos para nuestra expedición a Porto Seguro. Sería faltarle a la verdad decir que no estábamos cansados, pero aun así partimos con nuestro mejor entusiasmo rumbo al embarcadero. Arribamos a Porto Seguro en plena caída de la noche. Nos acercamos a la desmesuradamente concurrida Passarela do Álcool, donde una infinidad de puestitos se agrupaban unos contra otros. Aprovechamos la oportunidad para comprar algunos recuerdos variopintos, hasta que fuimos asaltados por un moreno que nos llamaba a la voz de “boludo, boludo”. El muchacho era uno de esos empleados de restaurant cuya función es atraer clientes. Su animosidad efusiva y carismática nos atrajo y divirtió, por lo que decidimos saciar nuestra hambre voraz en la cantina de nuestro amigo, a quien nombramos “boludo”, por su tendencia a repetir innecesariamente la única palabra que conocía del dialecto rioplatense. Así las cosas, procedí a devorar un plato de dorado con arroz, aipim (tubérculo similar a la papa, pero tal vez más sabroso) y ensalada, mientras que mis secuaces daban rienda suelta a su argentinismo y atacaban respectivas porciones de picanha (corte de carne brasilero) y papas fritas. También se nos extendió una ronda de caipirinhas, caipirinhas tan feas, tan intragables como jamás pude haber ideado en mis más remotas pesadillas. La cachaça parecía haber sido reemplazada por lavandina; el azúcar, por comino, y la lima, por mierda misma. Una poción vomitiva. El rostro de nuestro animado comensal decayó en una profunda mueca de tristeza existencial al enterarse de que los tragos no eran de nuestro agrado. Tal fue así, que él mismo dejó su puesto de cazador de clientes y se adentró en el restaurant para hacer una caipirinha más con sus propias manos, al tiempo que la complementaba con una ronda de Skols. Indudablemente, nuestro amigo “boludo” era un tipo sumamente atento y evidentemente bueno. Ahora, mi lector compatriota, deberá usted tener en cuenta cómo trata a los turistas que se encuentra en la calle Florida de Buenos Aires, en la diagonal 74 de La Plata o en la costanera de Rosario. Tenga en cuenta que a nosotros, humildes criaturas de estas remotas pampas australes, los hermanos brasileros nos hace un lugar en sus bellas playas, nos atienden como si fuéramos amigos invitados en sus casas, y nos hacen sentir sumamente incluidos. Reflexione usted, lector xenófobo y bárbaro, sobre cuál será su actitud la próxima vez que se encuentra con un brasilero, con un suiza, con un checo que está de visita en nuestro país.
Una vez que hubimos cenado a nuestras anchas, saludamos a “boludo” y paseamos por entre los puestos de artesanías. Pocas cosas de real valor artesanal o artístico había en ese lugar entre la enorme cantidad de bagatelas. Vale la pena recordar un local comercial ubicado sobre la Passarela misma, en el que se vendían esculturas en madera de animales existentes o mitológicos. El local poseía además todo tipo de artilugios novedosos y hermosos en exposición, muchos de ellos de carácter mítico, a los que se les agregaba al pie la explicación sobre su creación, sus usos, y sus efectos. Recuerdo ahora, por ejemplo, un velador con forma de mano que sostenía una bola de luz. La mano había sido tallada en mármol, mientras que la bola de luz era de un material cristalino tan sutil, tan tenue, que parecía hecha de luz en sí misma.
No queda mucho más por contar del paseo por Porto Seguro. Una vez que los vendedores de alcohol se cansaron de asediarnos y de hacernos probar sus tragos exóticos, partimos rumbo al embarcadero. Mientras esperábamos la balsa, conocimos a una pequeña bahiana que volvía a Arraial junto con su mamá. Nos recordó bastante a Julia, personaje de esta historia a quien el lector no debería haber olvidado. El nombre de esta pequeña morena era Jazmín, y nos alegró con su diatriba en portugués durante todo el viaje en ferry. Para rematar la jornada, me regaló una flor que había cortado de un árbol aledaño al embarcadero. ¡Qué espíritu el de los niños brasileros!
Una vez de regreso en la posada, brindamos a la vera de la pileta con unos vasos de fernet, en señal de despedida a nuestros colegas cordobeses que partían de regreso hacia estas húmedas pampas, y finalmente nos acostamos temprano para, al otro día, despertarnos a horario para la expedición al arrecife de coral. Salud y buenas noches, culiaos.
La jornada del noveno día comenzó, pues, bastante temprano. Apenas tuvimos tiempo de desayunar en la posada, cuando un agente de la empresa de turismo que habíamos contratado para la excursión nos pasó a buscar y nos llevó al embarcadero. Allí abordamos una embarcación que, junto con otras dos muy similares, habría de navegar mar adentro durante casi una hora hasta el consabido arrecife que era nuestro destino. Los pasajeros, sobre todo los brasileros, tenían mucha buena onda y ánimo festivo, incluso a esa hora temprana, pero mis secuaces y yo nos limitábamos a observábamos el horizonte infinito y a contemplar la costa que desaparecía en el oeste. Y teniendo en cuenta que esta parte de Brasil se denomina “costa del descubrimiento”, uno no podía menos que pensar en cómo a Pedro Álvares Cabral y su compañía se les habrá llenado el culo de esplín y de incertidumbre al atisbar tierra en tales circunstancias. Porque no es cosa de tomarse a la ligera eso de haber atravesado el anchísimo océano en temblorosas carabelas, padeciendo hambre, náuseas, melancolía y desazón, para arribar finalmente a una vastísima serie de playas enmarcadas por morros selváticos, vírgenes y salvajes. “¡La puta madre!”, se lo imagina uno pensando a Cabral en la lengua de signos que utilizamos para pensar, ante la perspectiva de meterse en tal selva para colonizar ese territorio. “¡Por qué carajo no me quedé en Lisboa como me dijo mi mamá! Tan enorme esta jungla inhóspita, y yo sin repelente para mosquitos… ¡Media vuelta, muchachos!”
Finalmente, nuestra embarcación ancló a escasos 30 metros del arrecife de coral. Desde la popa nos zambullimos a las gélidas aguas oceánicas y nadamos hasta hollar el suelo blando del arrecife. Para no pincharnos con erizos, rocas o corales, habíamos alquilado unos zapatos de goma bastante antiestéticos pero prácticos. Al llegar, un nativo nos asesoró sobre el medio. Resultaba ser que ese material que constituía el suelo no era arena, como en un principio dimos por sentado, sino residuo de coral. Todo tipo de restos de materia orgánica e inorgánica iba a sedimentarse allí, formando ese islote de 17,5 kilómetros. Sólo el un mínimo predio se utilizaba para el turismo, mientras que el restante espacio estaba destinado a la investigación científica con fines ecológicos. El instructor comenzó a levantar trozos de coral del suelo, bajo los cuales se escondían muchos de los animalejos que, como hube señalado, también vivían entre las piedras de Pitinga: erizos, alypsias, cangrejos. Contrariamente a lo que pensaba, el orador explicó que los erizos no son peligrosos para los caminantes playeros, pues se esconden entre las rocas de manera tal que el contacto directo y violento contra sus púas negras es casi imposible. Además, al rozarlos levemente, la piel no sufre ningún daño. En cuanto a los cangrejos, nombró varios tipos de especies, y remarcó que hay alimañas semejantes a los cangrejos que no pertenecen a esa especie, aunque sí son cazados en calidad de tales y servidos incluso en restaurantes bajo esa misma etiqueta, a pesar de que su ingesta no es recomendada. Sobre las alypsias, sugirió a gritos no matarlas al encontrarlas por la playa, detractando su caza injustificada. Destacó además que su presencia es crucial en el desarrollo del ecosistema. Finalmente, con mucha solemnidad, enunció en prolijo portugués: “Y ahora, voy a mostrarles un hipocampo”, a lo que muchos de los presentes respondieron con los infaltables “Ohhh…” y “Ahhh…”. Entonces, el hombre se dio vuelta y señaló el reverso de su remera, donde había un caballito de mar dibujado, al tiempo que expresó: “Acá tienen al caballo de mar. Por haberlo matado, embalsamado y vendido, al tiempo que ustedes, turistas, lo compraban, hoy no lo tenemos con vida acá. Si siguen comerciando con las criaturas salvajes de la naturaleza, pronto ninguna de ellas quedará para ser vista. Por eso les insisto: no compren, no vendan, no capturen. Si quieren animales domésticos, cómprense un gato o un perro; a los animales salvajes les gusta vivir allá, en la naturaleza, y así tiene que ser”, exclamó, en tanto cerraba su enunciado señalando al mar, en lontananza. Creo que a más de uno este discurso le surtió el efecto esperado.
Terminada la sección introductoria, el guía nos señaló la pileta natural ubicada en el centro del predio, formada por las mareas nocturnas que dejaban sus aguas estancadas en los pozos de coral. Allí nos sumergimos con nuestro equipo de snorkel y... ¡oh maravilla!: multitudes de peces de tamaños y formas diversas, de múltiples colores, verdes, azules, rojos, grises, naranjas como la sangre de los duraznos, violetas, y de todos esos colores al mismo tiempo. Y nosotros, burdos aventureros o, como  el aburrido dialecto burgués prefiere denominarnos, turistas, nadando con esas etéreas criaturas marinas, surcando las aguas con facilidad, dejándonos llevar por las imperceptibles corrientes, ahogando suspiros entre los cardúmenes brillantes. Peces enormes como niños, peces diminutos como hojas de coníferas. El tiempo pasó veloz, inasible; el sol surcó el cielo con su rapidez parsimoniosa, y la mañana se fue en un instante. Pronto la travesía hubo terminado, y volvimos nadando al barco que habría de conducirnos de regreso a Arraial. Adiós, fauna marina, hermosa fauna; hasta pronto.
Cansado como un caballo luego de cruzar Los Andes, me senté en la proa, compré en cubierta un sándwich de atún que devoré vorazmente, una Skol, y una remera que auspiciaba el Recife de Fora, y enunciaba: “Não capture, não venda, não compre” junto a unas imágenes de animales en peligro de extinción. Noté que en mi piel quedaban vestigios de sal, y en consecuencia me di cuenta que el nivel de salinidad del mar abierto era enormemente mayor al de la costa. Me acomodé, incómodo por mi piel tirante, pero saciado gracias a la cerveza y el tentempié, en la proa, presto para comenzar el viaje de regreso. En tanto atisbaba el horizonte del mar, vacío de puntos cardinales y referencias visibles, mis amigos comenzaron a congeniar con dos señoras brasileras que ya en el viaje de ida se habían destacado por su excelente ánimo. Una de ellas se llamaba Patricia, mujer alta y voluptuosa y rubia que no llegaba a los 60 años. Ésta estaba más interesada en bromear con el guía que en la excursión misma, y no perdía oportunidad para aplaudir y bailar sola sobre la cubierta, provocando las carcajadas grupales. La otra mujer, de nombre Isabel, llamó mi atención por su calma para hablar y por los conocimientos sobre el mar que desplegaba en la charla con mis amigos. Pronto me vi inmerso en una conversación con esta dama, quien había estado residiendo en Arraial por sólo seis meses. Me informó que se dedicaba a la medicina natural, la cual tenía su base en las propiedades curativas de las flores. Mencionó que cada enfermedad que tenemos es consecuencia de una enfermedad de carácter espiritual que la causa. Estas enfermedades del espíritu, además, serían gestadas por el propio individuo en la mayoría de los casos, a causa del estrés, las energías negativas y las preocupaciones. Y ahora recordemos aquel vendedor de medicinas para el espíritu que nos hubiera sorprendido en Mucugé días atrás, de quien tanto nos reímos. Tal vez, después de todo, no haya nada de descabellado en tales teorías. Isabel me explicó que, para curar estas enfermedades de fondo o enfermedades espirituales, utilizaba sus conocimientos curativos sobre las flores, de las cuales podía percibir con sólo mirarlas el color y configuración de lo que imprecisamente llamamos aura, que no es más que el reflejo de la esencia. Ante tal aseveración, respondí que me interesaba mucho su especialidad, pero que no podía aceptarla así como si nada, pues mi visión del universo en ese último tiempo había estado signada por la influencia de la matemática y las ciencias duras, cuyas conclusiones deducidas son irrefutables. Para mi asombro, esta mujer que parecía tan dada a la arbitrariedad y la pluralidad acientífica, me aseguró que para ella también el universo era pura matemática y que, asimismo, los números no eran cuantitativos sino cualitativos. Aquí confieso que, por un momento, desistí de entrar en razones con semejante enunciadora de delirios incorroborables. La idea de que (3) tuviera otra propiedad que la de ser <4 y >2, o deducible de 5-2 es algo que realmente superó mis capacidades de tolerancia académica. No obstante, seguidamente esta interesante señora aseguró, para mi asombro total, que sabía perfectamente que yo había nacido un día del mes 7 (es decir, julio) que llevaba un 3 en su composición, pero que aún le restaba definir si era el 30, 31, 3 o 13. El 23 quedaba descartado, dijo, por alguna propiedad del número 2 que  no iba con mi personalidad. Para mí, pobre criatura de estas australes pampas que nació el 31 de julio y que creía que todo lo ajeno al método axiomático-deductivo eran meras patrañas, esta revelación fue un golpe duro y una sorpresa enorme. Admití ante mi interlocutora que sus palabras eran tan ciertas como cierto es que 2+2=4. A continuación, disertó a sus anchas sobre mi personalidad y mis gustos, sobre la música que me gustaba y sobre por qué me gustaba, y sobre mis intereses primordiales y el porqué de ellos, de manera que una vez que las costas de Porto Seguro se pudieron avistar una vez más, yo ya me había rendido ante los efectos de la pseudo-ciencia que esta dama practicaba. Tal vez, y muy a pesar mío y del método que aplico para desarrollar mi profesión, sea cierto que 2+2=4 quiera decir no sólo que dos unidades sumadas a dos unidades dan como resultado absoluto la cantidad total de cuatro unidades, sino también que a Fulanito le gusta el asado con cuero porque la configuración del aura de sus dedo meñique del pie izquierdo es romboidal. Vaya uno a saber, tantos son los misterios del universo.
Desembarcamos, pues, en Arraial D’ajuda y nos aprontamos a regresar a la posada. Cansados, agotados, quemados y salados, nos arrojamos a la piscina y luego yacimos ociosamente en las hamacas paraguayas que daban a la selva que se abría detrás de la posada. Dele debía volver ese mismo día a Fortaleza, por lo que había de tomar un ómnibus desde Porto Seguro por la tarde. Corbe lo acompañó hasta allí, adornando el camino con escupitajos, dejándonos al Garga y a mí postrados a la vera de la jungla, bajo la graciosa sombra de las palmeras.
 El reproductor musical de mi amigo dejaba manar la música sedante de Bob Marley, que sonaba en consonancia con el rítmico vaivén de las hojas agitadas por el viento débil. En tanto contemplaba distraídamente la maleza tranquila y obscura que se extendía a mi derecha, vi, o creí ver, unas sombras que se movían por debajo de las raíces de los árboles. Sin embargo, en el momento en que mi atención se focalizó en ellas, dejaron de moverse y se convirtieron en meras sombras de plantas. Nuevamente dejé que me mente fuera escoltada por la compleja maraña de helechos y troncos que se entrelazaban por doquier, más allá del alambrado que cercaba el predio. No obstante, una vez más, ante mi vista aparecieron esas mismas sombras imprecisas que se movían de un lado a otro por entre las ramas del suelo. La escena duró un poco más, pero cuando me incorporé de la hamaca para tener una mejor perspectiva, ya se habían detenido, o desvanecido. ¿Qué era eso? Evidentemente, algo había merodeado un momento por entre la inexpugnable arboleda, hollando por unos segundos el piso barroso. Eran figuras diminutas, de forma imprecisa. ¿Aves? Tal vez. ¿Serpientes? Era probable. ¿Hobbits? Bastante dudoso. Volteé hacia el Garga que, por su parte, no se había percatado de nada. Fijé mi vista nuevamente en la red de hierbas que circundaban a las raíces, ¡y ahí estaban! ¿Qué era eso? Formas inespecíficas se movían por centenares, según me pareció, y cuando intentaban enfocar mi vista cansada en ellas, ¡zas!, desaparecían inexplicablemente.
-¡Garga, Garga, levantate, hay algo entre las plantas!-le grité a mi compañero de andanzas, quien me miró con ojos adormecidos y sólo atinó a balbucear:
-¿Eh? ¿Qué?
-¡Ahí, ahí, boludo! ¿No las ves?-lo reprendí, aunque lo cierto era que yo tampoco las veía ya. El Garga miró hacía la selva, concentró su atención durante un momento, y luego sentenció:
-Sos un pelotudo. Ahí no hay nada.
Y probablemente fuera cierto, pensé, mientras Bob Marley cantaba “it’s my imagination playing tricks on me”, al ritmo de Treat you right. Me dejé caer, entonces, en la hamaca paraguaya y planeé olvidarme del incidente. Cerré los ojos y me propuse dormir. Inconscientemente, empero, parpadeé, y nuevamente divisé, o creí divisar, furtivos movimientos entre los árboles. “What’s wrong girl?” preguntaba Bob Marley desde su canción. Vamos a ver, Bob, me dije. Salté de la hamaca y corrí hasta el cerco de madera que se ubicaba a medio camino entre las hamacas y el alambrado. Desde allí, claramente, contemplé formas heteróclitas, inclasificables, que se movían por doquier y que se acercaban, o eso me pareció, hacia nuestra posición.
-¡Garga, Garga!-llamé una vez más. Mi amigo, al verme en éxtasis, se incorporó rápidamente y corrió hacia el cerco-¡Mirá!-le señalé-¿Los ves?
Pero nada había para ver, pues las figuras nuevamente se habían detenido. Me sentí (lo confieso) como un craso pelotudo.
-Me estás queriendo asustar-aseguró despectivamente el Garga, y eso no hubiese sido una equivocación en cualquier otro caso, pues mi amigo el Garga le teme a las arañas, serpientes, gusanos, y todo bicho que camine o se arrastre y su carne no se consiga en la carnicería. Asustar al Garga, además, siempre fue uno de mis pasatiempos preferidos. Pero en este caso, lejos estaba de esas sádicas intenciones. Observé cómo mi compañero se alejaba y recuperaba su posición en la hamaca paraguaya. Volví a mirar hacia los árboles. Nada por aquí, nada por allá.
¡Sí! ¡Sí por allá!                 Una pluralidad de figuras que hormigueaban (¿serían hormigas gigantes, entonces?) por todos lados, moviéndose inquietas, sobre las raíces y debajo de las raíces. Las sombras se multiplicaban y desaparecían, volvían a aparecer, se detenían, desaparecían, reaparecían con otras formas. ¿Qué era eso?
Salté el cerco y me dispuse junto al alambrado, y ¡oh visión!, decenas y decenas de cangrejos corrían en todas direcciones, surcando el barroso suelo de costado, con esa graciosa velocidad que tienen para moverse. Cangrejos gigantes, colosales; cangrejos diminutos, casi imperceptibles. Los había rojos, amarillos y naranjas, y también negros de barro. Entraban y salían de sus cuevas, y se agrupaban bajo las raíces de los árboles para comer vaya uno a saber qué sustancia.
-¡Garga, Garga! ¡Vení! ¡Son cangrejos!-le grité a mi camarada por tercera vez. Un poco reticente, se acercó al alambrado, y pronto pudo avistar esa multitud de cangrejos que se precipitaban en todas direcciones. Juntos contemplamos ese espectáculo de colores y movimientos que se extendían hasta perderse por la enramada. Y más allá, la maleza se alargaba, impenetrable, interminable. Más allá, ¡cuántas otras maravillas aguardarían por ser descubiertas bajo las zarzas, sobre las ramas, entre los troncos! ¡Cuántos animales, cuántos insectos! ¡Cuántos colores y formas en las hojas! Ah, happy, happy boughs! That cannot shed your leaves, recité entonces, y querido amigo John Keats, qué feliz que hubieras sido acá. Porque, ¿qué certeza tenemos de que Endymion no esté buscando a Cynthia entre las hojas de los cocoteros perdidos en el trópico? ¿Quién puede asegurarnos incluso que el viejo Grendl del Mundo Inferior no pueda surgir una vez más desde los miasmas profundos de la selva de Arraial? Como puede apreciar, lector, la aventura se encuentra en los milagros diarios, sin los cuales la vida sería monótona y gris.
Culminada nuestra labor de observación, partimos a nuestra habitación a disfrutar de una siesta que nos llevara al corazón de la selva a vivir travesías entre cangrejos, indios y alypsias. Cuando despertamos repuestos, al atardecer, vimos que Corbe ya había retornado y se hallaba ronroneando en sueños en su lecho. El Dele, por su parte, ya estaría camino a Fortaleza.  Despertamos entonces a Corbe a fuerza de almohadonazos, como manda el deber de todo compañero de aventuras, y nos dispusimos a bañarnos y alistarnos para dar la última vuelta por el centro de Arraial. Al otro día habríamos de retornar a estas pampas agrestes. Pero no nos refiramos a la partida aún.
Bañados, cambiados y alegres, retozamos por la Estrada do balsa hasta que una combi se detuvo y nos trasladó hasta el centro. Como nos había sobrado una botella de fernet (exageramos en las cantidades que llevamos desde Argentina), decidimos vendérsela a uno de los vendedores de bebidas del paseo de Mucugé. Obtuvimos un buen precio por ella, como al lector curioso le interesará saber. También conseguimos varios descuentos en caipirinhas, ¡y loadas sean esas pociones que aguardan en la entrada de la rúa Mucugé! ¡Larga vida a esa gente alegre y despreocupada que danza noche y día! Cuando hubimos realizado los brindis de rigor, partimos hambrientos en busca de un restaurant para comer la última cena. Mientras deliberábamos sobre dónde saciar nuestro apetito, los habitués de la rúa nos saludaban con familiaridad, como si hubiéramos vivido diez años en ese sitio feliz.
 Finalmente, entramos en el restaurant aledaño a aquel donde ya hubiéramos cenado con el Dele dos noches atrás. Con total franqueza se puede afirmar que la comida de aquella noche fue la más abundante y deliciosa de toda la estadía. Al lector turista le gustará saber el nombre del lugar, y puedo contribuir con él informándole que es Delicias Bahianas. Corbe y yo atacamos vorazmente una moqueca mixta de camarones y dorado, acompañada de abundante arroz, farofa, aipim y ensalada. El Garga, siempre reticente al pescado, optó por un pollo con salsa de la casa y papas pai, plato que devoró con avidez y modales de aborigen. Asimismo, bebimos rigurosamente varias rondas de heladas Skols. Para mejorar aun más el asunto, aquel músico que tocara canciones de Armandinho en la pizzería donde varios días atrás hubiéramos cenado con Antonella, Ágata y Sabrina, se encargaba nuevamente de ponerle música a la cena, por lo cual, dado que ya conocía nuestros gustos musicales, nos deleitaba con nuestras canciones preferidas. En suma, una gran cena.
Como dato anecdótico de esa última velada, se puede rememorar que aquel simpático músico callejero que hubiera tocado el bombo para hacernos danzar en plena rúa algunas noches atrás, pasó por la puerta del lugar con su indisimulable instrumento y entró al restaurant a saludar al guitarrista de quien hablé más arriba. Al hacer esto, también dio muestras de reconocernos, por lo que se acercó a nuestra mesa a darnos la mano. Luego, de mutuo acuerdo con el guitarrista, comenzaron a zapar alegres melodías juntos, cuyas letras eran entonadas por las ásperas cuerdas vocales del animoso personajillo que repiqueteaba el bombo. No fuimos los únicos en divertirnos con esta improvisada presentación: también los demás comensales aplaudieron efusivamente y dando muestras de satisfacción. Una vez que el rimbombante hombrecito diera por concluida su presentación, pasó la gorra con sutileza y, antes de partir, me encomendó asistir la próxima noche a la plaza con el cavaquinho para zapar juntos. No sabía que la próxima noche ya estaría de regreso en estas agrestes llanuras meridionales.
Terminada la cena, merodeamos por la rúa Mucugé y brindamos con una sabrosas caipirinhas en el Beco das Cores. Como no podía ser de otra manera, Iemanjá se paseaba por allí, saludando a todo el mundo y socializando con extraños. Aún hoy me gusta imaginarme a esa alegre persona deambulando feliz y despreocupadamente por ese lugar calmo. Es una manera como cualquier otra de sentir que alguna parte del mundo sigue resistiendo a la desesperanza y la depresión; una manera de imaginar que, en algún rincón del continente, la gente sigue cantando y festejando los milagros cotidianos.
Una cordial y final visita a Morocha cerró la noche. Decidimos acostarnos temprano pues, al otro día, nuestro avión partiría a la 1 del mediodía, por lo que habríamos de presentarnos en el aeropuerto de Porto Seguro a las 11:30 hs. O al menos eso era lo que Corbe había manifestado, pues él era el encargado de guardar los pasajes de avión. Por ese motivo, volvimos a la posada y antes de que la madrugada envejeciera ya estábamos durmiendo.
 Y los rayos del sol habrán conmovido el alba gris, eso es seguro, mi estimado lector, que ha tenido la gentileza de seguir esta aventura hasta su punto culminante. El amanecer habrá irrumpido clamoroso entre murmullos de hojas y coros de aves desde el sangrante naciente, más allá de todo horizonte. La selva se debe haber despertado de su letargo nocturno con premura, y entre las raíces barrosas de los árboles, los cangrejos habrán empezado su danza; los monos habrán gemido de liana en liana; los insectos habrán pululado entre las húmedas frondas en busca de sustento. Nada de eso vimos nosotros, que despertamos a las 9:30 de la mañana, pero aun así, es seguro que todo eso sucedió, y es muy probable que suceda mañana también, aunque ni usted ni yo estemos allí para disfrutarlo.
Nos levantamos con la tristeza de la despedida, pero más aun con la alegría de la experiencia, y terminamos de acomodar nuestras pertenencias en las valijas. Oteamos el cielo plácido, límpido, brillante; saludamos a los árboles que ya no veríamos; saludamos mentalmente a Iemanjá, Riam, Lauro y toda esa gente que quedaría allí. O tal vez no hicimos nada de eso. Quien sabe. Tan complejas son las despedidas, tan posesivas son las ciudades.
Cerré sin pena mi valija, y me dispuse a sentarme a la vera de la pileta. El Garga se me sumó, mientras Corbe ultimaba sus detalles dentro de la habitación. Como eran ya más de las 10 de la mañana, decidimos partir tan pronto como Corbe estuviera listo, para así llegar al aeropuerto de Porto Seguro con tiempo suficiente para tomar una guaraná y hacer el check-in sin prisa. Sin embargo, Corbe, al salir de la habitación, se negó a partir tan temprano, pues el avión partiría a la 1 del mediodía; según él, guardián de los pasajes, el tiempo sobraba para desayunar en la posada con tranquilidad. Dicho esto, volvió a entrar en la habitación, dejándonos al Garga y a mí muy tranquilos por su manejo de los tiempos y de las responsabilidades.
Pero un momento después, tan solo unos segundos luego, otro Corbe volvió a surgir desde la puerta de la habitación: un Corbe desencajado, babeante, ruborizado, en el clímax de la desesperación, que anunciaba a viva voz:
-¡Me confundí! ¡Soy un pelotudo! ¡El avión sale ahora, sale ahora: a las 11:15!
Saltamos de nuestros asientos, tomamos las valijas y corrimos por la posada, dejando medio kilo de yerba y tres kilos de limas olvidados sobre la cama. Como desquiciados avanzamos veloz y atropelladamente hasta la entrada, donde aullamos al dueño de la posada nuestro agradecimiento por la hospitalidad recibida y nuestra premura por llegar a Porto Seguro. Antonio, patrón del lugar, nos tranquilizó con esa soltura tan característica de los bahianos, que a esa hora nos pareció harto displicente. El hombre, empero, procedió a parar una combi y a encomendarnos a su chofer, a quien instó a llevarnos tan rápido como fuera posible al embarcadero. Allí llegamos y, preocupados por la presión del tiempo, averiguamos que una balsa, la más grande, salía a las 10:25, mientras que la más pequeña partía a las 10:20. Con el culo en las manos, como dice la expresión popular, nos dispusimos en la embarcación más pequeña, ora deseando llegar con tiempo al aeropuerto, ora pensando a qué nos dedicaríamos en nuestra nueva vida en Bahía una vez que hubiéramos perdido el vuelo.
 Mientras compartíamos nuestra incertidumbre, observamos cómo la balsa grande, que se suponía que partiría más tarde, empezaba a ponerse en marcha. ¡Y allá vamos! Como dementes corrimos por el embarcadero, arrastrando las enormes valijas, gritando para que el conductor nos esperara. Atravesamos toda la plataforma del puerto en un instante, y llegamos con lo justo a tomar la balsa que ya empezaba a navegar. Sin embargo, pronto descubrimos que nos habíamos embarcado en el navío más lento de todos los tiempos. Transpirando angustiosamente bajo el sol del mediodía, observábamos cómo la balsa de desplazaba parsimoniosa y quedadamente por las aguas del Buranhém. Tal era la lentitud del transporte, que pronto la balsa pequeña, que zarpó momentos después que la nuestra, nos aventajó en la carrera a Porto Seguro. Finalmente, nuestra embarcación arribó a destino, y saltamos de la cubierta ansiosamente. Pronto conseguimos un taxi, a cuyo chofer le rogamos que nos llevara con diligencia al aeropuerto. El hombre, sin embargo, no parecía demasiado preocupado por nuestra condición, y nos aseguró que teníamos tiempo suficiente para tomar nuestro vuelo.
Y decididamente estaba en lo correcto ese bahiano, pues una vez que llegamos al aeropuerto, minutos antes de las 11 de la mañana, notamos que la cola para el check-in de nuestro vuelo estaba en plena actividad. Concretamos las formalidades con premura, y hasta tuvimos tiempo de comprar unos necesarios refrescos antes de embarcar.
¡Ah, y qué gracioso ver a Corbe haciendo denodados esfuerzos por contener su artillería de escupitajos dentro de la garganta! Uno lo veía haciendo muecas de esfuerzo y no podía menos que sonreírse, recordando cómo había escupido por doquier en la playa, la selva, las rúas. Una vez que se hubo sentado en el avión, le fue imposible descargar esa peculiar artillería tan idiosincrática. Con ese curioso ejemplar a un lado, y el Garga al otro, ¿qué más me podría faltar?
Despegamos una vez más, y allí fuimos, surcando el cielo entre nubes algodonosas, entre rayos inasibles de sol, entre entidades nouménicas que sólo nuestra amiga Isabel hubiera sido capaz de descifrar. Vaya aventura la nuestra, gran parte de la cual dejábamos atrás. Cada momento volvía ahora con vívida nitidez: cada detalle del bello arrabal se solidificaba frente a mis ojos, esos ojos que ahora estaban limpios de impurezas y corrupciones, y llenos de mar, de cangrejos, de peces, de cielos. Podía entonces contemplar sin alienación cualquier de las maravillas cotidianas, podía exaltar las virtudes de lo ordinario, podía mirar desde mi asiento el paisaje inabarcable, incalculable. Con los ojos vacíos de miasmas urbanos, podía describir los ríos inadvertidos que yacían debajo, reflejando el sol vibrante, esos maravillosos ríos de Brasil que se extienden, innumerables, entre matorrales y bosquecillos, dentro y fuera de la selva, retozando hacia el mar y subiendo desde su cuna de barro hasta la ventanilla del avión desde la que se los contempla como canciones no oídas, como cuadros por ser pintados. Y ahí están las ventanas, mi estimado lector, para que usted abra sus brazos tanto como pueda y salga volando por ellas para desautomatizar su estrecha percepción de la realidad, para limpiarse de barro los ojos tal como yo hice y como Oliverio Girondo recomienda desde el epígrafe de este texto. Porque de poco valdría ahora relatar la escala de 6 horas en San Pablo, entre cortes de luz, tormentas furiosas y chicaneos para pasar cachaça por la aduana, si usted después de haber leído todo esto no tiene la voluntad de salir a buscar aventuras, de salir a recolectar experiencias que destruyan su gris confección urbana y lo conviertan en un ser auténtico trazado con verdaderos colores. Deje ya de ser uno de esos individuos que, como dice Girondo en ese hermoso libro que me acompañó a lo largo de la travesía que he relatado, “si se acerca a un árbol no es más que para mearlo.” No es necesario que junte dinero y tome un avión rumbo al trópico: disfrute de las maravillas del lugar donde vive. Si vive en Berisso, pues piérdase por el monte, donde tanto queda por ser descubierto, o por las playas de la Balandra; si vive en Las Heras, pues vaya en busca de la luz mala que sin lugar a dudas aterrará el campo esta misma noche; si por una extraordinaria eventualidad usted vive en París, lo insto a visitar el Closerie des Liles donde Hemingway bebió tantos whiskeys, o el Sena, por cuya vera Cortázar se habrá dejado llevar más de una vez; si reside en cambio en Rosario, asedie las posibilidades que esa hermosa playa de nombre Florida le extiende. Déjese lavar los ojos de escorias. Y en el extremo caso en el que usted sea prisionero de una negra ciudad sin ningún atisbo de belleza, pues entonces lea estas páginas una vez más, vuelva conmigo a Arraial D’ajuda y celebre la vida de las letras.
Y aquí podrá cuestionarme, sobrio lector, que después de esta sarta de cuestionamientos y consejos no le dé un final meritorio a la aventura por la que lo hice trotar durante tantas páginas. Me excusaré expresando que esta aventura aún no tiene un final. Podré, sin embargo, saciar su curiosidad contándole que luego de la larga escala en San Pablo nos embarcamos rumbo a Buenos Aires y en tres vasos de whiskey llegamos a destino. La humedad nos esperaba, contenta e implacable, pero los ánimos estaban listos para recibirla con alegría. Salga, ahora lector, encuéntreme en algún callejón y pregúnteme cómo siguió esta travesía. Lo estaré esperando.



[1] Y aquí debo agradecer a maese Lucio, duque de Villa San Carlos, también conocido como el negro Felpa, quien me prestó su ukele para deleitar los oídos brasileros durante mi estadía en el país vecino.
[2] Fe de erratas: para ser totalmente leal a la verdad, somos nosotros, los amigos del Garga, quienes impulsamos las desdichas a las que se debe someter cada vez que deja su ciudad de residencia. Incluso en este caso, mientras el pobre Garga estaba distraído, le hicimos señas explícitas al simpático bahiano para que efectuara la relatada broma al inocente Garga. Tanto como Corbe como yo hemos de considerarnos los principales responsables de la mala fama a la hombría de nuestro compañero, y marcaré a nuestras recién conocidas amigas como las autoras intelectuales secundarias de la operación de difamación.
[3] En relación al mito sobre la presunta violación de Pelé, el astro futbolístico brasilero, a un menor.
[4][4] En la serie argentina Los simuladores, el personaje Emilio Ravenna (interpretado por el actor Diego Peretti), toma la personalidad de Máximo Cozzetti cada vez que debe tomar un nombre falso durante los operativos que su grupo de simulaciones realiza.