viernes, 9 de octubre de 2009

Letras argentinas de hoy 2009

Letras argentinas de hoy 2009


Queridos amiguitos:

El pasado viernes 09/10 se realizó la presentación de una antología literaria editada por la Editorial De los Cuatro Vientos, en la cual estoy incluído.

El volúmen consta de narraciones breves y poesías realizadas por autores poco conocidos, quienes nos hemos autofinanciado. Por lo tanto, para recuperar parcialmente la inversión incial, el precio del libro es de $20 (moderado, ¿no?). El mismo puede ser conseguido en Hocus Pocus (Montevideo y 13, Berisso, Bs. As.), en librerías adheridas a la editorial en la Cdad. de Bs. As, o pidiéndomelo a mí.

Espero que les interese.

Cordialmente,
Yo.-



PD: Ante cualquier duda respecto de la labor, referirse a este post .

Sean eternos los laureles que supimos conseguir


Argentinos sentimientos

Al parecer con profunda emoción, un hombre en Claromecó encierra en una botella una hoja de papel, cuidadosamente enrollada. Encorcha el recipiente de vidrio con los ojos acuosos y la nariz roja, de pie sobre el extremo de una escollera. Avienta con fuerza y despojo la botella, que estalla sobre la superficie salitrosa y misteriosa del océano. Las olas no tardan en llevársela. El hombre observa el mar unos minutos, y parte cabizbajo.
La botella llega a Punta Lara, escoltada por el Río de La Plata, no sin dificultad. Un hombre que paseaba solo durante la mañana la encuentra debatiéndose entre las olas de la orilla, intentando no enterrarse en la arena. Con profunda emoción y el corazón en alto este hombre descorcha el envase de vidrio. Deserronlla la hoja de papel con ansiedad e ilusión, y entonces: "Puto el que lee".

NOTA: El individuo de Claromecó estaba resfriado.

De lo efímero, de lo sempiterno

De lo efímero, de lo sempiterno









Una vez más (como siempre, más que nunca), a F.P.L



La arena no es otra cosa que una lluvia de oro devaluado. Parece sobrenatural cuando yace mojada, risueña ante la ilusión de ser un espejo. La arena no es una superficie cómoda para dormir, para vivir, o para dejar el corazón; aunque hay ocasiones en que se prefiere el orujo al Champagne.

El mar no es otra cosa que la acumulación de todas las lágrimas que son, que han sido, y que serán. A nadie le importan: todos lloran por igual, y cada quien cree que su lágrima es más importante que los cinco océanos (que no son otra cosa que uno solo). Cada ola es un esbozo de sonrisa en el llanto; cada ola es mágica e inigualable, pues viene una sola vez, y nunca se repite. Luego vendrán otras, claro, pero jamás la misma. Esas que vimos, ¡no!, esas nunca volverán: en cada bajamar se va una vida, pero la pleamar traerá otra nueva.

El amanecer no es otra cosa que un sol que nace, uno de tantos. No el mismo que Ulises contempló en Troya antes de embarcarse; tampoco aquel que ayer murió en el poniente. Cada sol naciente trae nuevas esperanzas, distintas a las de mañana, de otro color, con otras nubes, con otras gaviotas; viene con esos, sus rayos, que impactarán contra tu pupila para iluminar e incendiar el horizonte. El amanecer, como todo lo efímero, es eternamente triste y hermoso. Como la montaña erguida contempla a los humanos al nacer (con la melancolía de lo que dura poco, de lo que se extingue inexorable y dolorosamente), así deberíamos ver al amanecer.

Contemplar el amanecer frente al mar tendido en la arena es algo terriblemente inútil, tal como escribir un cuento, enamorarse, hacer sonar una guitarra. Tan inútil,

tan breve,

y yo,

sin embargo...



...siento que algo perdura.

jueves, 1 de octubre de 2009

Estoy a un minuto de explotar


Inmersión, caída libre, San Dédalo y otras cordialidades

Gregorio Copertino no dudó un segundo en saltar desde una ventana del octavo piso de la facultad de Humanidades. El aire restalló contra su rostro en libre caída como un látigo de plata, helado; y helada caída, pues a los pocos metros aterrizó sobre unas blanquísimas cumbres montañosas, tan similares a las cimas de los montes canadienses que Gregorio no pudo menos que sorprenderse de esta aberración del orden geográfico.
Dejando los otros sueños atrás (los libidinosos, los heroicos y los románticos), avanzó con la levedad de quien camina sobre nubes. Más de una vez contempló aterrado los abismos que se abrían como agujeros negros, como bocas sordas en un mudo grito de locura, entre dos crestas, entre dos picos. Sus tobillos se aterían en la niebla y en la nieve, dificultando su campaña por esas tierras ásperas de saltos.
Saltos, grandes y colosales saltos daba Gregorio Copertino de cumbre en cumbre, al tiempo que su sangre subía y bajaba cargada de adrenalina. El sendero era de bruma, pues no había ruta visible, a pesar de los decididos trancos de Gregorio. ¿Qué pincel había pintado esas nubes con faz de mujer? ¿Qué albañil había fabricado esas cúpulas tan níveas, tan hechas para sus pies descalzos de idas y vueltas? Todas las estrellas son conocidas sólo por las respuestas. Un halo de luz estelar se filtró victorioso como un león, rugiendo, y traspasó su pupila, iluminando todo lo que dejaba detrás. Gregorio, tonta marioneta de lo invisible, ¡si supieras lo ridículo que te veías! Cada salto lo elevaba sempiterno y glorioso sobre los abismos (esos abismos hechos de noche y bombillas quemadas) como un bailarín en éxtasis; y al volver a posar sus plantas sobre la nieve, semejaba levitar con gracia ebria entre la espejada palidez de la nieve y las nubes.

En lontananza, al sur (un sur que se parecía al norte, y tal vez tenía algo de este), atisbó por fin unos techos de chapa, que señalaban el apocalipsis de las montañas nevadas, marcando un territorio fabril, industrial. Eventualmente puso pie sobre el primer techo, cual demente danzando ante el patíbulo; ante sus ojos se levantaba un nuevo mundo de terrazas de chapa, grises, frías, brillantes. El recuerdo de galpones, el gusto a fábricas en la boca. Techos de chapa. Techos.
Con la solemnidad que la ocasión requería, Gregorio Copertino holló cada una de las chapas, esgrimiendo sus razones sobre ellas a cada paso. Vencía, con techos laboriosos, las distancias entre saltos.
Y cielo tan gris, tan metálico.
Y los saltos, ¡oh sutiles trancos de astronauta morfinómano! ¿Sería el viento u otra deidad siniestra la que zumbaba esas vesánicas melodías como abejorros en el yunque? En brazos del tornado. Mirada de pupilas de acero más allá de la brisa, esa terrible ninfa que lo arrastró muchos metros al sur con un violento envión. Y la confusión de los puntos cardinales, que se hicieron una línea.

Repentinamente, arribó al último eslabón del laberinto galvanizado: un cubo menos elevado, con apariencia de container. Se dejó caer sobre él, hurgando en el nuevo cielo descolorido. Pero rápidamente distrajeron su atención unos ruidos a su derecha: una pequeña estación de trenes se erguía indiferente, inmediata al container en el que reposaba Gregorio.
Bajó rápidamente, sintiéndose un advenedizo en una ciudad a la que no esperaba llegar. Tardó unos segundos en darse cuenta que los adoquines ya no eran de chapa, ya no; y el cielo estaba limpio de arena. Un vapor de dos o tres vagones se aprontaba a partir, y humo humo, boleto en mano. Más allá de la estación, una calle curiosamente familiar serpeaba gris, en la que Gregorio se sumergió, aún con la sensación de caída libre inicial.
-Disculpe, caballero -encaró Gregorio a un gentleman de sobrio saco y pardo chaleco, portador de un bastón naranja chillón-, ¿qué ciudad es ésta? ¿Dónde me encuentro?
-Usted está en San Dédalo del Valle.- respondió el hombre con voz mecánica, al tiempo que desaparecía en una esquina.
Gregorio creyó conveniente y oportuno sentirse anonadado, pero en vez de eso prestó atención al tren que prontamente saldría despedido como una flecha perezosa.
Una mujer gorda lo interceptó inesperadamente.
-Disculpe, joven.
-Diga, señora.
-¿Ese tren es el que va a Lanús?
-No lo sé con certeza, señora.
-Ah, ya veo. Yo soy de Bahía Blanca, y no sé bien cómo llegué aquí. Iba al mercado, y entonces... No sé...
Con un cambio de miradas horrorizadas, como una recíproca expresión en un espejo, se separaron, mutuamente entendidos.
Horror, horror.
Visión.
Al voltear, Gregorio Copertino reconoció, más allá de los techos de chapa, la monumental estructura de la facultad de Humanidades, imponente, terrible. Horror. Colosal sobre las cimas nevadas, ensombreciendo los techos de chapa, al oeste.
El sol se pone más temprano en San Dédalo del Valle. Una construcción edilicia es el castillo más totalitario jamás imaginado: más restrictivo que una montaña, más infranqueable que un mar.
Al mismo tiempo que Gregorio Copertino saltó del octavo piso de la facultad de Humanidades, se dio cuenta.

Jerónimo Corregido. De la colección "Textos del inodoro". Agosto de 2009

jueves, 24 de septiembre de 2009

El genio de la botella

El genio de la botella

Me había conducido por un pasillo alfombrado hasta su oficina, en el subsuelo de la panadería. El rojo mullido bajo mis pies había parecido enceguecerme. Hacía sólo tres meses que trabajaba para él, y me sorprendió bastante que quisiera hablar conmigo a solas, pues yo creía que él me consideraba un mero mozo más del servicio, del cual pronto habría de despedirse para no blanquear su situación laboral. Había sospechado, esperanzado, que iba a entregarme el dinero que me debía. Y como un idiota me había anonadado cuando encontramos en su sitio de trabajo (esa burguesa covacha de papeles que no decían nada y olor a alfombras caras) a otro hombretón muy similar a él, envuelto en costosos harapos que de nada servían, que de nada sirven.

Me había sentado, a la orden de mi jefe. Sobre el escritorio había una botella de whisky importado, un cuchillo de plata, una brújula rota, una copia de Crimen y castigo de Dostoievski. Me habían servido un trago que no bebí, contra mis principios.

-Me enteré que un cuento suyo fue publicado en una antología literaria de una importante editorial- me había dicho mi jefe secamente. Sus párpados semicerrados dejaban entrever un tenue brillo de codicia y desconfianza.

Había asentido sin emoción, un simple movimiento de cabeza.

-Mi amigo aquí presente -había dicho, señalando al otro saco de mierda-, el señor..., también es escritor.

Lo había mirado sin verlo, asintiendo con desinterés que no se esforzaba en disfrazar de perplejidad.

-Leí su cuento -Silencio. Miradas. Humo de habano-. Quería conocerlo.

Más silencio.

Los ojos cruzados sin pasión, los labios sellados. No me había molestado en volver a asentir.

-¿Qué dice usted? -me había preguntado mi jefe, tan seco y repulsivo como siempre. Nunca me habían gustado sus ojos de cerdo, ocultos bajo una máscara de severidad. No me gustaban entonces tampoco.

-No es de los más locuaces -había observado el otro, arqueando las cejas decepcionado y blandiendo su Romeo y Julieta.

*

Los recordaba ahora, yaciendo en mi catre. Tenía un J&B por la mitad a un lado, pero no tenía almohada. Tenía una vida detrás, pero de dinero poseía sólo lo que tintineaba en mis bolsillos. El J&B era bueno, muy bueno. Mejor aún a la tenue luz anaranjada que dejaba la habitación en penumbras.

Aquel personajillo se creía un escritor, viviendo en una mansión, durmiendo en la ortodoxia sistemática que llamaba rutina. Daba la vuelta al caramelo en avión, lamiéndolo, pero de seguro no conocía las calles de su barrio. No sabía distinguir entre cervezas. Las suelas de sus zapatos estaban nuevas. ¡Y se consideraba un escritor!

Yo tenía una vida detrás. No tenía almohada. Yo sí era un escritor.

Y mi jefe... Aquel repugnante fustigador que escupía sobre sus empleados. Dueño de tantos comercios en la ciudad. Aquel triste amontonador de moneditas, aquel puerco embadurnado en su propia malicia..., ¿de qué le servían ahora sus pertenencias más suntuarias, la colección de etiquetas de vinos franceses, las botellas de White Horse sin abrir...? Debería haberlas abierto. Yo lo hacía a diario. Pero yo era un escritor, y tenía una vida llena de aventuras para fundamentarlo.

El J&B era bueno, muy bueno, pensaba. Busqué a tientas la almohada, pero no estaba. No importaba, me decía, y sonreía satisfecho. Paladeaba mi próximo relato (ya lo había escrito).

Yo era un escritor, me afirmaba mientras rememoraba la historia que tendría que pasar a un papel. (Burda banalidad: era sólo una formalidad, la narración ya estaba consumada.) Atacaría con esos temas que siempre se colaron en la literatura: el asesinato, la venganza; el crimen silencioso, el asesino inmune.

Tanteando en el bolsillo, encontré un cuchillo de plata. Limpié la sangre con un pañuelo, sonriendo.

Ya casi estaba hecho. Yo sí era un escritor.


Jerónimo Corregido. De la colección "A la luz de los soles", Noviembre de 2008.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Nunca mejor dicho


El amenazado

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el
áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena
amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de
mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por
las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Jorge Luis Borges

jueves, 17 de septiembre de 2009

Transpirar la camiseta con sangre


Mientras el lector, cómodamente sentado junto al agradable fuego de su chimenea, pasa el tiempo revisando las páginas de un libro, ¡qué lejos está de hacerse una idea de los esfuerzos y pesares que ha soportado el autor para crearlo! Ni siquiera llega a imaginar las eternas horas de lucha para el triunfo de las frases difíciles, las pacientes investigaciones en las bibliotecas, su correspondencia con eruditos y oscuros profesores alemanes, resumiendo, todo la inmensa estructura que el autor ha alzado y derribado, después, sólo para conseguir algunos momentos de solaz junto al fuego de la chimenea o para procurarle que las horas pasadas en el tren sean más llevaderas.


R.L. Stevenson. "Las aventuras de un cadáver"


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