...la urna griega...
...que, como ya he enunciado, es ideal, inexistente. Y no es que lo diga yo por puro capricho, por hacer más fantástica la obra de John, sino que lo dice Sidney Colvin (1906), en su libros titulado con el apellido de nuestro querido poeta, remarcando que el desfile de vindicación dionisíaca es muy común en todas las figuras griegas, y que además se conserva en Holland House un vaso semejante al del sacrificio bucólico que John grafica en la cuarta estrofa; pero no hay urna existente que tenga ambos atributos juntos (procesión báquica y sacrificio). Imagino entonces a Keats soñando con llevar a la perfección lo que él mismo ya admiraba como perfecto.
Debo hacer constancia efectiva, antes de pasar a las consideraciones formales (mis preferidas) de mi preciada oda, que John siempre había tenido ese mencionado fervor por mejorar lo que ya de por sí era, a su consideración, sublime. La herramienta a utilizar para tal titánica empresa era, por supuesto, y cuándo no, la Imaginación. Veamos lo que le escribe a su amigo Haydon en 1817:"[Utilizar] la contemplación del sol, la luna, las estrellas, la tierra y sus contenidos, como materiales para formar cosas más grandiosas, es decir, cosas etéreas (pero aquí estoy hablando como un loco), cosas más grandiosas que las que nuestro Creador mismo realizó."[1] Ya para abril de 1819, momento de la Oda a una urna griega, John había paseado con su amigo Severn por varios museos londinenses, y su materia prima no era sólo la contemplación del sol, la luna y las estrellas, sino que se había hecho de materiales producidos a partir de esos elementos y, por lo tanto, más pulidos y perfeccionados. El sol ya estaba cantado en "I stood tip-toe...", su primera gran poesía, y la luna ya se había sublimado en Endymion, junto con las estrellas. Ahora llegaba el momento de llevar al límite la sublimación de las manufacturas estéticas; pero no de cualquiera: tenía que ser de la misteriosa Grecia de ninfas y deidades, de potestades míticas: John hacía del arte un Arte superior.
Ahora bien, ya entrando en el campo de lo formal, cabe plantear el tema que yo entiendo como principal, detrás de lo helénico, que era tema común en la época (Byron, Shelley, et. Al.): Keats toma la alegría de la Belleza eterna, inmortalizada en el vaso griego, y la salpica de melancolía, entendiéndola como elemento constituyente e inescindible de la alegría y, además, de todo lo eterno. Repasemos[2]: un grupo de "hombres o deidades", de "reticentes mujeres" se acercan a una suerte de sacrificio, cacería, o procesión báquica, guiados por un "misterioso sacerdote". En ese marco, Keats intenta oír la "suaves flautas" que resuenan silenciosas, comprendiendo que si "las melodías oídas son dulces, más aun lo son las que aun no se oyeron." Indaga así a los sonidos que hacen eco en su imaginaria urna, pidiéndole sonidos para el oído ávido, el oído etéreo que sólo escucha a través de la fantasía. Los árboles de la urna tallados, eternos, nunca pueden perecer, sus hojas jamás caerán; los oficiantes de la ceremonia jamás podrán partir de ese bosque silvestre de hojas perennes. El momento de júbilo es infinito, aunque dinámico en su esencia: "felices melodías" en las que "por siempre suenan las flautas con canciones siempre nuevas". No hay estatismo, pero sí inmutabilidad, ya que la felicidad no puede corromperse ni salir de su éxtasis por el hecho de que está grabada en mármol. A pesar de lo que digan: Ethos, no; Pathos, sí. La emoción para John nunca es estática, ni siquiera en su inmutabilidad, por paradójico que parezca a simple vista. En esta celebración de lo keatsiano, no podía faltar el amor, y en la tercera estrofa el poeta se aventura a lo idílico "¡Más feliz amor! ¡Feliz, feliz amor!/ Por siempre cálido y aún por ser disfrutado." La escena no puede cambiar, insisto; entonces, el auge del apasionamiento nunca declinará. Jamás se agotará esa felicidad imperecedera no que les es dada a los humanos. Pero, ¿es esto suficiente para definir la alegría inmarcesible? Pues no: falta el toque de gris en el lienzo: la ciudad de la que estas personas proceden, "junto al río o el mar, o construido en la montaña", quedó "vacío de gente en esta mañana sagrada/ Pequeña ciudad, tus calles por siempre/ quedarán silenciosas; ni un alma para decirte/ Por qué estás desolada retornará alguna vez." No, nadie volverá, pequeña ciudad. Tus calles quedarán por siempre pintadas de melancolía para que tus habitantes fluyan eternamente en el río inmutable de la felicidad marmórea. Cualquier queja o sugerencia, referirse a John Keats, Cementerio de Roma, Italia. Y falta más,
falta,
lo mejor, aunque T. S. Eliot haya dicho que es lo que arruina la poesía entera. Porque la urna "silenciosa figura, nos echas fuera del pensamiento a carcajadas/ Tal como lo hace la Eternidad." Porque es parte de la eternidad misma, y
porque, de una manera
u otra,
al pedido de Keats,
quien pretendió sublimar lo sublime,
extrapolar la poesía,
y a quien ningún dios condenó por hybris, la urna le responde
(con los versos odiados por Eliot, tan queridos por mí): "'La belleza es la verdad; la verdad, la belleza', eso es todo/ Lo que sabes en el mundo, y todo lo que necesitas saber."
Y qué feas que quedan las traducciones, no tan equivocadas como las de Clemencia Miró (no lo digo yo solo, eh[3]), pero aun así demasiado cacofónicas en comparación tus arpegios virtuosos. Qué más se puede hacer con estos humanos medios. No sé sublimar lo que ya es sublime, John. Apenas me atrevo a sublimar lo vilipendiado, lo marginal, como mi amigo Baudelaire (cf. Corregido, Jerónimo (2009), El mal de las flores.)
[1] Lord Houghton (1848). Life and Letters of John Keats, London, J.M. Dent & Sons Ltd, p. 31
[2] Los siguientes extractos, se recuerda, fueron traducidos por mí, y fueron tomados de Keats, John (1970), "Ode on a Grecian Urn" en Poetical Works, London, Oxford University Press, p.209.
[3] Cortázar, Julio (2004). Imagen de John Keats, Buenos Aires, Punto de lectura, p. 292,