domingo, 7 de agosto de 2011

Picoteando en la grava con John Keats. Parte I




Imposible desprenderme de él. Incluso en la paz de un fernet con soda, en el recreo de Blue interlude y un cuento de Poe, ahí también está John Keats. Todo es John Keats. El canto de los gorriones de Plaza Italia se convierte en el trino de un ruiseñor de Hampstead, el velador se trasmuta en la urna griega que contiene la cacería y el sacrificio que vaciaron de belleza y de gente a algún pequeño pueblo innominado y llenaron de melancolía sus calles por siempre desiertas, a costa de llenarnos de júbilo a nosotros, oh tristes mortales; y eso también es John Keats, el río límpido que baja cantando entre los montes Shelley y Byron.

Como no planeo escribir nada sórdidamente académico, me daré el lujo de demorar el comienzo del texto y de citar sin fuente algo que leí alguna vez en algún lugar y que decía que la literatura se demora tanto en ir al grano que difícilmente exista un texto literario que amerite su extensión. A John le hubiese gustado esa idea, a él que escribió algunas estrofas de más en The Eve of St. Agnes sobre un religioso que hacía sus oraciones nocturnas, estrofas que se ameritan sólo por su belleza y que daban candor casi cinematográfico al comienzo de la aventura poética. Que le pregunten a John si hay apuro en los más de 4000 versos de Endymion. No hay prisa en esto de escribir. Hay que tomarse un tiempo para derrumbar ese espacio que va desde el que escribe hasta lo que quiere escribir, ese espacio que separa a John de esto que soy yo.

Dice Julio Cortázar en Imagen de John Keats que la virtud de los grandes poetas, y de este en particular, es la capacidad menos indefinible que mágica de suprimir las distancias entre objeto admirado y ente admirador, para así fusionarse en una sola cosa que podría denominar en un arranque de atrevimiento "signo artístico", compuesto por las dos caras que son el poeta y el objeto estético (robándole un poquito de definición al gran Saussure. Y hasta en el viejo Ferdinand me encuentro a John Keats. John en la sopa, en la Lingüística, en los vinos que tanto le gustaban a él. Tal vez esa omnipresencia no sea otra cosa que mi capacidad, limitada por cierto, de supresión tanto espacial como temporal de las distancias entre mí y mi objeto admirado, que no es otro que John Keats, John con Fanny Brawne, John con Charles Brown de aventura en Escocia, John muriendo de tuberculosis.) Así tenemos un poeta-ruiseñor, un poeta-melancolía, un poeta-indolencia. La distancia que la fuerza poética derrumba no es otra que la construida por la condición humana: las limitaciones propias del hombre que construye su identidad y se ve estacado en ella, compelido a permanecer dentro de los límites de su yo. La aptitud poética, la Imaginación (deidad primera de John Keats), es la fuerza supranatural que borra las fronteras entre el yo y lo exterior, haciendo del poeta y del objeto poético una unidad (“oneness”, término crucial en el keatsianismo). De esta epifanía cotidiana, vindicación de la sublimación de lo admirable, el poeta vuelve a su propio yo con los saberes y los sentires aprehendidos del objeto que fue parte suya durante un momento de éxtasis. En ese camino de regreso, digo yo, es donde nace la poesía: en el transcurso agridulce de lo que parecería ser una vuelta a la normalidad, pero en realidad es la vuelta a la realidad espuria sólo para tener otra perspectiva de ella, para desautomatizar la percepción (volveré sobre esto, como siempre.)

Dice también Cortázar que decían los estudiosos de John que decía él en sus epístolas que el poeta carecía de identidad o personalidad (de "identity"): los objetos y personas de su entorno lo "oprimían", lo rodeaban. En una carta a Benjamin Bailey que data de noviembre de 1817, escribe: "Los hombres de Genio son grandiosos, tal como ciertos químicos etéreos que operan en la masa del intelecto neutral, pero no tienen individualidad, ningún carácter determinado. Llamaré a aquellos que poseen un propio yo hombres de Poder.[1]" No hay individualidad estática en John, no hay tenacidad obstinada en su identidad. No confundir esto con ausencia de firmeza en sus opiniones o debilidad pragmática; John poseía certezas existenciales irrefutables, hacía de su vida un sendero hacia la Belleza y la Verdad, y su modelo a seguir siempre era el más puro y etéreo, y eso nunca cambió a la largo de su existencia. Con la ausencia de identidad se hace referencia a un espíritu ecléctico[2], capaz de aprehender las sustancias de su entorno que valen la pena, de combinarse con ellas para formar ese signo poético. El espíritu de nuestro poeta era maleable e influenciable: "Si un gorrión viene ante mi ventana, tomo parte de su existencia y picoteo en la grava." Nada más gráfico que este ejemplo, que Cortázar analiza exhaustivamente en su libro sobre John. La presión que el ave ejerce sobre el poeta lo lleva a fundirse, a compartir ontológicamente sus ousías.

En la misma carta a Bailey (esa carta se las trae, si uno pienso que Keats la escribió antes de intentar llevar a cabo las grandes odas de 1819, de las que esta carta parece ser el prefacio), John asegura que “Lo que la imaginación estima como Belleza debe ser verdad, tuviere o no existencia previa.” ¿Ya estás planeando la urna griega? La imaginación, sentido principal en la vida de Keats, que aprehendía la realidad sólo a través de la Fantasía, se empieza a hacer indispensable. Siempre buscando la pureza, la verdad bella y la belleza verdadera, que debían ser una sola cosa, un solo signo. Y aún hay más: John discute que a ese signo sublime se debe llegar a través de los sentires del corazón (“Heart’s affections”), desechando el método científico que propone llegar a la verdad mediante una razonamiento empírico basado en pruebas y en la inteligencia. John relega el valor de los saberes (“O fret no after knowledge/ I have none and yet the Evening listens”) y sublima el sentido de la imaginación como vehículo para llegar a la ambiciosa meta de la verdad y belleza puras. ¿Qué le importa a este espíritu tan dado a lo etéreo la falta de erudición si puede conversar con la noche?

El poeta no tiene identidad de persona, entonces. Y Keats, poeta de poetas, ha de ser el menos individual de todos, el que más se despersonalizó. En eso estamos de acuerdo. Ahora bien, hay que agregarle un dato relevante a esta ausencia de individualidad. El mérito de este descubrimiento es de Cortázar, cuándo no, uno de esos que, como Keats, son tan poco personas y tan poetas que su ausencia de identidad los trae con el viento a esta época a hacerse amigos íntimos de los hombres. Y el descubrimiento consiste en que la identidad de la que adolece el poeta es sólo la personal, como se ha resaltado anteriormente; sin embargo, posee otra identidad, más íntima, más universal: la identidad poética: “la más alta posible, y que consiste en ser aquello que se cante y serlo inconfundiblemente”[3] Ahí es donde surge el poeta-ruiseñor que se ha mencionado antes. Keats es su obra, es su objeto poético, y el objeto poético es Keats. No hay en sus poesías descripción distanciada, sino que hay fusión espiritual, canto desde la cosa misma y no canto a la cosa. John es Endymion y es mito griego.


[1] Lord Houghton (1848). Life and Letters of John Keats, London, J.M. Dent & Sons Ltd, pp. 44-46. La traducción me pertenece, al igual que todas las que siguen (con excepción de aquellas en las que se cita a su traductor).

[2] Permítaseme un digresión: es curioso cómo la palabra “ecléctico” vino a mí no mediante sus propiedades acústicas (significante) y su concepto (significado) en conjunto inescindible, sino que llegó a mi mente sólo a través de su significado. Quiero decir con esto que sabía que en ese espacio que se abría entre “espíritu” y la coma debía ir un adjetivo que representara algo “que está compuesto de opiniones, estilos, o elementos diversos” (según mi humilde diccionario de bolsillo), pero la palabra en sí no aparecía con claridad en su unidad significante-significado. Sabía cuál era, sabía que Pizarnik la había usado en una de sus poesías, pero aún el valor del significante no aparecía ante mí. Esto me causó un gran malestar, como es de esperarse, semejante al de aquel que tiene poderosas ganas de estornudar, pero el estornudo no se digna a manifestar en todo su estruendo. El estornudo está, como estaba el signo de “ecléctico” ahí dando vueltas, pero no está completo: falta una cara de su moneda. La angustia ontológica que esta singular falla en mi derivación lingüística me produjo me llevó a abandonar mis escritos, hundido como estaba en una desesperación afanosa. En busca de la palabra perdida: y ¡zas!, de repente, memoria involuntaria a la vuelta de una página de Proust: ahí estaba, ecléctico, el eslabón que me estaba faltando. Es decir, estaba ahí como también está John Keats a la vuelta de mi casa en cada paseo diario, en un no-estar físico, pero en un estar aprehensible con algún sentido medio oculto, medio azaroso que se despierta cuando tiene ganas y que no creo muy lejana a la inspiración. Sigamos ahora por donde nos habíamos quedado.

[3] Cortázar, Julio (2004). Imagen de John Keats, Buenos Aires, Punto de lectura, p. 562.

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