Inmersión, caída libre, San Dédalo y otras cordialidades
Gregorio Copertino no dudó un segundo en saltar desde una ventana del octavo piso de la facultad de Humanidades. El aire restalló contra su rostro en libre caída como un látigo de plata, helado; y helada caída, pues a los pocos metros aterrizó sobre unas blanquísimas cumbres montañosas, tan similares a las cimas de los montes canadienses que Gregorio no pudo menos que sorprenderse de esta aberración del orden geográfico.
Dejando los otros sueños atrás (los libidinosos, los heroicos y los románticos), avanzó con la levedad de quien camina sobre nubes. Más de una vez contempló aterrado los abismos que se abrían como agujeros negros, como bocas sordas en un mudo grito de locura, entre dos crestas, entre dos picos. Sus tobillos se aterían en la niebla y en la nieve, dificultando su campaña por esas tierras ásperas de saltos.
Saltos, grandes y colosales saltos daba Gregorio Copertino de cumbre en cumbre, al tiempo que su sangre subía y bajaba cargada de adrenalina. El sendero era de bruma, pues no había ruta visible, a pesar de los decididos trancos de Gregorio. ¿Qué pincel había pintado esas nubes con faz de mujer? ¿Qué albañil había fabricado esas cúpulas tan níveas, tan hechas para sus pies descalzos de idas y vueltas? Todas las estrellas son conocidas sólo por las respuestas. Un halo de luz estelar se filtró victorioso como un león, rugiendo, y traspasó su pupila, iluminando todo lo que dejaba detrás. Gregorio, tonta marioneta de lo invisible, ¡si supieras lo ridículo que te veías! Cada salto lo elevaba sempiterno y glorioso sobre los abismos (esos abismos hechos de noche y bombillas quemadas) como un bailarín en éxtasis; y al volver a posar sus plantas sobre la nieve, semejaba levitar con gracia ebria entre la espejada palidez de la nieve y las nubes.
En lontananza, al sur (un sur que se parecía al norte, y tal vez tenía algo de este), atisbó por fin unos techos de chapa, que señalaban el apocalipsis de las montañas nevadas, marcando un territorio fabril, industrial. Eventualmente puso pie sobre el primer techo, cual demente danzando ante el patíbulo; ante sus ojos se levantaba un nuevo mundo de terrazas de chapa, grises, frías, brillantes. El recuerdo de galpones, el gusto a fábricas en la boca. Techos de chapa. Techos.
Con la solemnidad que la ocasión requería, Gregorio Copertino holló cada una de las chapas, esgrimiendo sus razones sobre ellas a cada paso. Vencía, con techos laboriosos, las distancias entre saltos.
Y cielo tan gris, tan metálico.
Y los saltos, ¡oh sutiles trancos de astronauta morfinómano! ¿Sería el viento u otra deidad siniestra la que zumbaba esas vesánicas melodías como abejorros en el yunque? En brazos del tornado. Mirada de pupilas de acero más allá de la brisa, esa terrible ninfa que lo arrastró muchos metros al sur con un violento envión. Y la confusión de los puntos cardinales, que se hicieron una línea.
Repentinamente, arribó al último eslabón del laberinto galvanizado: un cubo menos elevado, con apariencia de container. Se dejó caer sobre él, hurgando en el nuevo cielo descolorido. Pero rápidamente distrajeron su atención unos ruidos a su derecha: una pequeña estación de trenes se erguía indiferente, inmediata al container en el que reposaba Gregorio.
Bajó rápidamente, sintiéndose un advenedizo en una ciudad a la que no esperaba llegar. Tardó unos segundos en darse cuenta que los adoquines ya no eran de chapa, ya no; y el cielo estaba limpio de arena. Un vapor de dos o tres vagones se aprontaba a partir, y humo humo, boleto en mano. Más allá de la estación, una calle curiosamente familiar serpeaba gris, en la que Gregorio se sumergió, aún con la sensación de caída libre inicial.
-Disculpe, caballero -encaró Gregorio a un gentleman de sobrio saco y pardo chaleco, portador de un bastón naranja chillón-, ¿qué ciudad es ésta? ¿Dónde me encuentro?
-Usted está en San Dédalo del Valle.- respondió el hombre con voz mecánica, al tiempo que desaparecía en una esquina.
Gregorio creyó conveniente y oportuno sentirse anonadado, pero en vez de eso prestó atención al tren que prontamente saldría despedido como una flecha perezosa.
Una mujer gorda lo interceptó inesperadamente.
-Disculpe, joven.
-Diga, señora.
-¿Ese tren es el que va a Lanús?
-No lo sé con certeza, señora.
-Ah, ya veo. Yo soy de Bahía Blanca, y no sé bien cómo llegué aquí. Iba al mercado, y entonces... No sé...
Con un cambio de miradas horrorizadas, como una recíproca expresión en un espejo, se separaron, mutuamente entendidos.
Horror, horror.
Visión.
Al voltear, Gregorio Copertino reconoció, más allá de los techos de chapa, la monumental estructura de la facultad de Humanidades, imponente, terrible. Horror. Colosal sobre las cimas nevadas, ensombreciendo los techos de chapa, al oeste.
El sol se pone más temprano en San Dédalo del Valle. Una construcción edilicia es el castillo más totalitario jamás imaginado: más restrictivo que una montaña, más infranqueable que un mar.
Al mismo tiempo que Gregorio Copertino saltó del octavo piso de la facultad de Humanidades, se dio cuenta.
Jerónimo Corregido. De la colección "Textos del inodoro". Agosto de 2009