jueves, 24 de septiembre de 2009

El genio de la botella

El genio de la botella

Me había conducido por un pasillo alfombrado hasta su oficina, en el subsuelo de la panadería. El rojo mullido bajo mis pies había parecido enceguecerme. Hacía sólo tres meses que trabajaba para él, y me sorprendió bastante que quisiera hablar conmigo a solas, pues yo creía que él me consideraba un mero mozo más del servicio, del cual pronto habría de despedirse para no blanquear su situación laboral. Había sospechado, esperanzado, que iba a entregarme el dinero que me debía. Y como un idiota me había anonadado cuando encontramos en su sitio de trabajo (esa burguesa covacha de papeles que no decían nada y olor a alfombras caras) a otro hombretón muy similar a él, envuelto en costosos harapos que de nada servían, que de nada sirven.

Me había sentado, a la orden de mi jefe. Sobre el escritorio había una botella de whisky importado, un cuchillo de plata, una brújula rota, una copia de Crimen y castigo de Dostoievski. Me habían servido un trago que no bebí, contra mis principios.

-Me enteré que un cuento suyo fue publicado en una antología literaria de una importante editorial- me había dicho mi jefe secamente. Sus párpados semicerrados dejaban entrever un tenue brillo de codicia y desconfianza.

Había asentido sin emoción, un simple movimiento de cabeza.

-Mi amigo aquí presente -había dicho, señalando al otro saco de mierda-, el señor..., también es escritor.

Lo había mirado sin verlo, asintiendo con desinterés que no se esforzaba en disfrazar de perplejidad.

-Leí su cuento -Silencio. Miradas. Humo de habano-. Quería conocerlo.

Más silencio.

Los ojos cruzados sin pasión, los labios sellados. No me había molestado en volver a asentir.

-¿Qué dice usted? -me había preguntado mi jefe, tan seco y repulsivo como siempre. Nunca me habían gustado sus ojos de cerdo, ocultos bajo una máscara de severidad. No me gustaban entonces tampoco.

-No es de los más locuaces -había observado el otro, arqueando las cejas decepcionado y blandiendo su Romeo y Julieta.

*

Los recordaba ahora, yaciendo en mi catre. Tenía un J&B por la mitad a un lado, pero no tenía almohada. Tenía una vida detrás, pero de dinero poseía sólo lo que tintineaba en mis bolsillos. El J&B era bueno, muy bueno. Mejor aún a la tenue luz anaranjada que dejaba la habitación en penumbras.

Aquel personajillo se creía un escritor, viviendo en una mansión, durmiendo en la ortodoxia sistemática que llamaba rutina. Daba la vuelta al caramelo en avión, lamiéndolo, pero de seguro no conocía las calles de su barrio. No sabía distinguir entre cervezas. Las suelas de sus zapatos estaban nuevas. ¡Y se consideraba un escritor!

Yo tenía una vida detrás. No tenía almohada. Yo sí era un escritor.

Y mi jefe... Aquel repugnante fustigador que escupía sobre sus empleados. Dueño de tantos comercios en la ciudad. Aquel triste amontonador de moneditas, aquel puerco embadurnado en su propia malicia..., ¿de qué le servían ahora sus pertenencias más suntuarias, la colección de etiquetas de vinos franceses, las botellas de White Horse sin abrir...? Debería haberlas abierto. Yo lo hacía a diario. Pero yo era un escritor, y tenía una vida llena de aventuras para fundamentarlo.

El J&B era bueno, muy bueno, pensaba. Busqué a tientas la almohada, pero no estaba. No importaba, me decía, y sonreía satisfecho. Paladeaba mi próximo relato (ya lo había escrito).

Yo era un escritor, me afirmaba mientras rememoraba la historia que tendría que pasar a un papel. (Burda banalidad: era sólo una formalidad, la narración ya estaba consumada.) Atacaría con esos temas que siempre se colaron en la literatura: el asesinato, la venganza; el crimen silencioso, el asesino inmune.

Tanteando en el bolsillo, encontré un cuchillo de plata. Limpié la sangre con un pañuelo, sonriendo.

Ya casi estaba hecho. Yo sí era un escritor.


Jerónimo Corregido. De la colección "A la luz de los soles", Noviembre de 2008.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Nunca mejor dicho


El amenazado

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el
áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena
amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de
mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por
las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Jorge Luis Borges

jueves, 17 de septiembre de 2009

Transpirar la camiseta con sangre


Mientras el lector, cómodamente sentado junto al agradable fuego de su chimenea, pasa el tiempo revisando las páginas de un libro, ¡qué lejos está de hacerse una idea de los esfuerzos y pesares que ha soportado el autor para crearlo! Ni siquiera llega a imaginar las eternas horas de lucha para el triunfo de las frases difíciles, las pacientes investigaciones en las bibliotecas, su correspondencia con eruditos y oscuros profesores alemanes, resumiendo, todo la inmensa estructura que el autor ha alzado y derribado, después, sólo para conseguir algunos momentos de solaz junto al fuego de la chimenea o para procurarle que las horas pasadas en el tren sean más llevaderas.


R.L. Stevenson. "Las aventuras de un cadáver"


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miércoles, 16 de septiembre de 2009

Permítame contarle un disparate sobre la yerba mate

Permítame contarle un disparate sobre la yerba mate

A Fernando Martínez.

"¿Tengo que aceptar un texto porque simplemente dice que tengo que aceptar un texto?"
Julio Cortázar


este relato es totalmente real; me refiero, claro está, a lo que yo entiendo como real, aunque seguramente si me explayara acerca de mis convicciones usted discreparía, y se alejaría enojado, y rezaría un Padrenuestro, y pasarían muchas otras cosas, pero qué importa.
Sí importa el hecho de que yo me entretenía en la Closiére des Liles, mientras detrás del vidrio empañado la gran gran ciudad daba vueltas vueltas como siempre en un vertiginoso ascenso y descenso de luces y desluces, (y quien interprete esto como una metáfora nunca ha estado en París), cuando llegó Ernest. Me golpeó el hombro, y:
-¡Hem! Que raro vos por acá.- Nada raro, él vivía en el 113 de Notre-Dam-des-Champs. Antes de sentarse, fiel a su instinto, ya había pedido al mozo dos whiskys, no fuera cosa de que se enfriara el estómago. Yo tenía el mío bien tibiecito, pero mi vaso ya estaba vacío.
-No estoy de muy buen humor, discutí con Miss Stein.
-¿Otra vez?
-Es la primera.
-¿En serio?
-Sí.
-¿Con Miss Stein?
-Así es.
-¿Discutieron?
-Nunca mejor dicho.
-Que barbaridad. ¿Otra vez?
-Es la primera. La primera después de que dijera que pertenezco a une géneration perdue, llamándome, además, borracho. ¿Vos que hacés por acá?
-Lo de siempre. (1)
-¿Qué?
-Espero a Godot.
-¿Godot? No lo conozco.
-¡Bah! En unos años lo conocerás. Un gran ciclista...
-¿Y llegará pronto?
-Eso no es lo importante. Pero ya que viniste primero, entreteneme.
-A eso vine.
-¿En serio?
-¡Claro!
Siempre fue un placer charlar con Hem. Esto ocurrió antes de que el mozo trajera los whiskys, vale aclarar. En realidad no vale aclarar, a estas alturas de la lectura, pero permítaseme hacer trampa.
-Es una lástima que acá ya no vengan los poetas- dijo Ernest con la vista perdida en el vidrio empañado, como queriendo ver más allá de lo que no se podía ver (cosa que logró, con el pasar de los años).
-Nunca vi a ningún poeta acá. Vos sólo venís porque vivís cerca.
-Una vez lo vi a Blaise Cendrars.
-No lo leí.
-No lo leas.
-No lo haré.
-Lee a Scott.
-No me cae bien ese amigo tuyo.
-A mi tampoco.
-No me extraña. Siempre anda del brazo con esa tal Zelda, bicho desagradable si se me permite el término. Hay algo malo en esa mujer. Me gustaría, empero, que me presentes al señor Pound.
-¿Ezra Pound? ¡Él sí que es un gran hombre!
-Sí. ¿Por qué mirás el vidrio?
-Miro para ver.
-Pero no se ve nada.
-No importa.
-¿Para qué mirás algo que no se puede ver?
-Llegaron los whiskys. A tu salud.
-A la tuya.- A los labios el vaso. ¡Y qué más podría pedirse, si París era una fiesta! Claro, se podría pedir que el vidrio se desempañara un poco, sólo para ver la rue que todos sabemos pero que no podemos ver porque el vidrio está empañado y qué angustia, qué angustia que empieza abrasando la garganta, quema por el esófago, y cae al estómago como una bola de fuego líquido. Enseguida rebota, y llega de golpe a la cabeza galopando como el mejor corcel español nunca lo hizo. Entonces pareciera que las cosas se aclaran, que se vuelven aún más reales, y cuando el proceso se repite varias veces no hay ventanas empañadas en todo café parisino que le impidan a uno ver a Godot, o quien quiera.
-Vos sí que la tenés clara, Hem.
-What do you mean?
-Siempre ves más allá, por eso tomás tanto, y viceversa. Debe ser atroz.
-A man can be drunk but not defeated.
Y esa frase algún día se remodelaría en una mentira más profunda y menos mentirosa. Usted se preguntará cómo sé yo tanto. Y bien que lo sé. Pero si usted se sacara las orejeras, comprendería que lo último que pretendo es que usted crea que



[1] Eso es precisamente una mentira. Pero le contaré a usted, mi buen amigo que bajó la mirada a esta humilde nota al pie, la verdadera historia. No hacía siquiera dos horas, habíame encontrado con James en el boulevard Saint-Michel (o en la Plaza Misserere, o en una esquina de la tumultuosa Nevsky Prospekt, o vaya uno a saber dónde). James era talentoso en grado sumo, y me alegraba mucho de que se hallara en la ciudad más bohemia de la historia. Unos años atrás había publicado una gran obra que yo, por mi parte, no había terminado de leer. Además, me era muy querido y admirado, al igual que su joven hija. Sería interesante contar exactamente cómo fue nuestro encuentro, pero realmente no podría hacerlo, pues James siempre dejaba fluir su consciencia, y una charla con él no sólo era complicada de sostener, sino también imposible de expresar.

Pues bien, el buen irlandés monologaba sin parar, entreteniéndome verdaderamente, divagando con propiedad sobre temas a los que pocos acceden en sus estados de mayor lucidez. Pero repentinamente detuvo su lengua. Me miró a los ojos, extrañado.

-And you, who are you?

Yo, James, yo, sabés mi nombre, sabés a qué me dedico, sabés quien soy, ¿por qué me lo preguntás? No, no, no, tu nombre es lo que tu tarjeta de identificación dice que sos: quiero saber quien sos vos. Qué buena pregunta, pero cómo. A vos te pregunto. Soy yo… ¡yo soy yo! ¿Y cuál de todos tus yoes, el enojado, el buen cliente, el amigo divertido? Soy un rato cada uno. Entonces, ¿quién sos?

¡No sé! No sé, no sé, no sé. ¿Quién soy yo, después de todo? El que escribe esto, claro está. O no tan claro, pues tal vez nadie sepa mi nombre jamás. Y si sólo soy un hombre detrás de un papel, entonces, si nadie lee esto, ¿jamás habré existido?

No, no soy sólo un esclavo del lápiz que se refugia detrás de un cuadernillo: también soy alguien que camina por la calle. Y esto dice mucho, pues mientras deambulo por el boulevard Saint-Germain, o por la diagonal 74, me mezclo con miles de personas que no son como yo. ¡Somos tan distintos! Claro que para alguien que mirara de lejos, seríamos todos iguales. Miles de hormiguitas preocupadas en nimiedades tales como la literatura, el amor, el cáncer. Y además, todos vamos a morir. Pertenecemos a una masa homogénea, horriblemente hormigueante, que se confunde en la caricaturesca danza de luces en el preámbulo de la noche urbana. No, no soy un hombre que camina por la calle, bajo el cielo de etéreo azul o bajo el cielo de techos lacrimosos. Ése no es mi rasgo diferencial; soy uno más de los miles, una gota en el océano (ni siquiera una lágrima en el río).

Que tristeza, que angustia, y todo por la culpa de James, perverso James. ¿Cuál es el desgraciado puño que arrojó esta mísera piedra sobre un montón de cascotes grises?

Ante todo, soy un hombre honesto; pero he mentido. Antes se me consideraba un buen nadador, pero hace años que no practico deporte alguno. En una época fui el amante correspondido, pero ya no lo soy. ¿Quién soy: quien yo creo, o quien los demás ven en mí?

¡Ya lo sé! No soy otra cosa que el personaje de una novela. ¡Cómo no me he dado cuenta! No soy otra cosa que un Eugène de Rastignac, a quien el Balzac que lo escribe no tardará en relegar a un segundo plano para centrarse luego en un Horace Bianchon, que bien puede ser el propio James que acababa de hablar conmigo. ¡Maldita comedia, irrisoria sólo a los ojos de los que existen más allá de las páginas de la vida! Tal vez mi destino conste en buscar a quien maneja los hilos de la marioneta que soy. Un personaggio in cerca d'autore, maldita suerte la mía y la de todos ustedes, víctimas eternas de este relato enmarcadísimo, vaya a saber por qué aburrido dios comenzado, y abandonado eras atrás.

Ah, si, amigo lector, eso y más pensaba luego de mi encuentro con James, dejándome llevar por los adoquines de la sucia ciudad. Pero contar todos mis pensamientos sería tan complicado y fútil como relatar todos los divagues de ese maldito de James (que por cierto, esta vez había dado en la tecla adecuada).

La multitud que asedia el individualismo en la ciudad por las tardes es abrumadora, eso se sabe. Pero fue mi único consuelo, no sabiendo quien era yo. Después de todo no es tan importante: todos vamos a morir (que la certeza no traiga desgracias: tanta es mi mala suerte y tan estadística es la seguridad en la muerte, que no me extrañaría ser el primer inmortal que conozco). Todos hemos nacido, según nos cuentan. No es necesario saber quiénes somos: para conseguir trabajo basta con dar un nombre y datos de actividades pasadas, ningún burgués se interesa en metafísica hoy en día, ni mañana en día tampoco.

Vaya banalidades. ¿De qué preocuparse? Después de todo, lo objetivo y lo absoluto jamás existieron. Y aquí, mi abstracto y atento lector, puede usted continuar con la lectura de mis mentiras.





Jerónimo Corregido. De la colección "A la luz de los soles".
Julio 2009.



Para descargarlo y leerlo más cómodamente en Word, click acá

lunes, 14 de septiembre de 2009

Uno de esos viajes


Uno de esos viajes

"¿Qué pasaría -pensó- si siguiese durmiendo y olvidara todas las fantasías?"

"La Metamorfosis", Franz Löwy Kafka



Amplias alas imaginarias lo elevaban -no muy alto- en el aire; a su derecha, en el piso, un gato se ovillaba y desovillaba, como un erizo. Un prematuro frío vino a comprimir sus huesos, y sabía lo que venía a continuación con la misma irreal inconsciencia con la que sabía que sus alas eran sus brazos. La parodia de la verdad que se repetía en cada albor; pero esta vez buscaría más allá, esta vez lograría llegar. Todos los colores se desvanecieron en una milésima de segundo cuando movió sus pestañas pegadas -un rayo de luz hirió sus pupilas dilatadas y ciegas desde ese gran cuadro de luminosidad latente que se abría a la izquierda del lecho-, pero, sabiendo, rechazando y reconociendo lo que se avecinaba, apretó sus párpados, y sus alas reaparecieron. El erizo maulló, o eso parecía al fundirse en los curiosos ladridos de su cabeza.

El humano siempre se yergue indefectiblemente ante dos opciones: ni más ni menos, sólo dos. Vivir o morir. Soñar o enfrentar. El humano siempre se alza, sólido como un equilibrista, en la tenue línea que separa lo onírico de lo verdaderamente irreal, la consciencia inconsciente de la vida cotidiana y la posibilidad -tan certera como lo onírico mismo- de que todo esté construido de mentira. Amo y señor de sus actos, el humano tiende a elegir mal. Pero esa mañana, todo parecía cambiar en la vasta y dúctil morada del gran Hipnos.

Amplias alas cerraban sus ojos: ahora sí, tomada la decisión, el mundo que elegía se abría ente él. Atrás había quedado ese perro revolcándose dentro del erizo maullador. E incluso de este lado, existían personas a quienes se les veía el rostro y personas a las que encerraban sus rasgos furiosas sombras de indiferencia. Incluso aquí -lo veía, lo veía tan bien como vos y yo-, el arco iris se mantenía alto en la cúspide de los cielos tenues. No convenía llegar a los cielos, le decía alguien desde arriba: demasiado tenues, y más allá, la luz de una ventana le robaría sus alas: mejor era seguir hasta que la duermevela se lo permitiera. Los años pasaban, y sabía que nada era tan eterno como aparentaba, sabía que todo tenía un final, pero sus brazos lo llevaban lejos, lejos sobre el mar verde, cuidando de no rozar esa tenue línea -qué digo línea: me refiero, claro está al cielo-, previniendo su próxima vuelta.

Y todo acabó repentinamente, cuando el "TITITITI-TITITITI" clamó fuerte y claro sobre el batir de sus alas caídas, sus brazos que se enredaban en sábanas, sus ojos que lloraban la libertad perdida en lágrimas de luz por venir detrás de esa terrorífica ventana a la izquierda. La arena rota que caía en el lecho; su cuerpo que volvía al puto mundo donde los sueños son para soñar, los brazos para trabajar, y sólo los gatos maúllan; donde el humano se equivoca en sus decisiones, y jamás dejará de apagar ese siniestro artefacto con anticipación para poder volar definitivamente en las espejadas moradas de Hipnos.








Jerónimo Corregido. De la colección "Textos del inodoro". Julio 2008.

El arte no es un espejo para reflejar el mundo, sino un martillo con el que golpearlo


A modo de introducción:

La frase que da nombre a esta nota salió de boca (o de mano) del gran poeta del futurismo ruso Vladimir Maiakovsky. Y nada es más cierto, señores.
El arte no necesita meterse en política: es política por su propia condición artística. Está embadurnado hasta la raíz de la lengua en la sociedad que le da forma, y a la que da forma. No existe obra artística que no tenga la explícita o implícita finalidad incuestionable de cambiar el mundo: el niño que abre un libro ávidamente realiza una de las más grandes revoluciones.
¿Por qué? Pues claro, porque se supone que eso es lo que no debe hacer; ¿para qué leer al viejo Tom Sawyer cuando Tinelli aguarda en la TV para decirnos que es lo que tenemos que hacer? ¿Para qué vomitar una poesía que complicará nuestra perspectiva de la vida cuando podríamos inflamarnos de comerciales que se encargan de regir nuestro actuar? Quien opte por la opción difícil está destinado, ineluctablemente, a cambiar el mundo. Todo aquél desprevenido que apoye un pincel de ilusiones sobre el lienzo de la sociedad será condenado a la eternidad.
Ha de quedar claro, si se desea continuar leyendo, que el arte es la expresión de cambio social por excelencia y por naturaleza.
Con ese concepto claro, entonces, proyectaré a grandes rasgos una definición del objeto artístico: serán considerados arte: la música, la literatura, las disciplinas pictóricas, la escultura, la retórica, la filosofía, el cine, el teatro, las danzas, las ciencias, y el deporte. Daré una breve explicación acerca de la inclusión de esta última categoría, ya que las anteriores no presentan, creo, mayores cuestionamientos:
El deporte, en un país como la Argentina, es un elemento de cambio. En una sociedad precaria y anómica en la que los jóvenes rechazan el estudio inconsciente y antonomásicamente, como es el caso de las villas, el deporte puede constituir un punto de apoyo para la salvación humana e intelectual. En otras palabras, los jóvenes que son relegados a los más bajos planos de la sociedad, condenados a la ignominia, al hurto, a la "candena perpetua: villero", jamás podrían sentirse identificados por una institución educativa, religiosa o política. Tales entidades (en particular las últimas dos) son las principales responsables de la paupérrima condición de las clases bajas, y este conocimiento es recíproco en el subconsciente de los participantes. Por otra parte, toda escuela en un barrio marginal, por más predisposición y amor que empeñen los educadores, está condenada al fracaso: el paco es más fuerte, más fácil, y más motivador. ¡Pero no más motivador que el Arte! Un joven relegado puede apasionarse por la música, y ésta se convertirá en su palanca propulsora a un grado de humanismo más alto. Y lo mismo puede ocurrir con el fútbol, el básquet o cualquier otra disciplina deportiva: el sano espíritu de competencia (alejado de instituciones misantrópicas) puede lograr, en efecto, lo mismo que la música o la literatura. No hay ser humano que prefiera el ocio y el ostracismo intelectual al Arte, al gran Arte que da vida al discernimiento (cualidad humana por excelencia, hija de la razón).
Así pues, podríase emprender un estudio de carácter más antropológico que nos demuestre qué es el ser humano desde esta perspectiva artística. Tal emprendimiento supera mis capacidades momentáneas, pero, a los efectos de esta humilde introducción, considero que mi opinión ha sido expuesta: hombre es aquel individuo que tiene capacidad de discernimiento. Todo aquel especímen (que yo, inexorablemente, uno genéticamente a los orcos y trolls) que no discierne, que se deja llevar por la poluta corriente social hacia su propia muerte sin poder entender y aprovechar para su salvación el Arte que lo rodea, ha perdido, lamentablemente, su humanidad. ¡Y no es que sea su culpa! La génesis de este terrible proceso de deshumanización comenzó paralelamente a la institucionalización de la sociedad. En manos del Arte está la posibilidad de revertirlo en la medida de lo posible.
En manos del Arte, del gran Arte: en nuestras manos. Todo ser humano (prestar atención a la definición arriba dada) puede utilizarlo para la salvación y eternización de su alma y de su mente. Quien elija a Dalí antes que a Santo Biasatti (uno de los Césares de esta retrógrada Roma de poco pan y mucho circo) tiene en sus manos el Martillo. (Que no es tanto un martillo como un Cincel, pues lo que se quiere es modelar el mundo, no destruirlo en un apuro de martillazos eufóricos)