Me había conducido por un pasillo alfombrado hasta su oficina, en el subsuelo de la panadería. El rojo mullido bajo mis pies había parecido enceguecerme. Hacía sólo tres meses que trabajaba para él, y me sorprendió bastante que quisiera hablar conmigo a solas, pues yo creía que él me consideraba un mero mozo más del servicio, del cual pronto habría de despedirse para no blanquear su situación laboral. Había sospechado, esperanzado, que iba a entregarme el dinero que me debía. Y como un idiota me había anonadado cuando encontramos en su sitio de trabajo (esa burguesa covacha de papeles que no decían nada y olor a alfombras caras) a otro hombretón muy similar a él, envuelto en costosos harapos que de nada servían, que de nada sirven.
Me había sentado, a la orden de mi jefe. Sobre el escritorio había una botella de whisky importado, un cuchillo de plata, una brújula rota, una copia de Crimen y castigo de Dostoievski. Me habían servido un trago que no bebí, contra mis principios.
-Me enteré que un cuento suyo fue publicado en una antología literaria de una importante editorial- me había dicho mi jefe secamente. Sus párpados semicerrados dejaban entrever un tenue brillo de codicia y desconfianza.
Había asentido sin emoción, un simple movimiento de cabeza.
-Mi amigo aquí presente -había dicho, señalando al otro saco de mierda-, el señor..., también es escritor.
Lo había mirado sin verlo, asintiendo con desinterés que no se esforzaba en disfrazar de perplejidad.
-Leí su cuento -Silencio. Miradas. Humo de habano-. Quería conocerlo.
Más silencio.
Los ojos cruzados sin pasión, los labios sellados. No me había molestado en volver a asentir.
-¿Qué dice usted? -me había preguntado mi jefe, tan seco y repulsivo como siempre. Nunca me habían gustado sus ojos de cerdo, ocultos bajo una máscara de severidad. No me gustaban entonces tampoco.
-No es de los más locuaces -había observado el otro, arqueando las cejas decepcionado y blandiendo su Romeo y Julieta.
*
Los recordaba ahora, yaciendo en mi catre. Tenía un J&B por la mitad a un lado, pero no tenía almohada. Tenía una vida detrás, pero de dinero poseía sólo lo que tintineaba en mis bolsillos. El J&B era bueno, muy bueno. Mejor aún a la tenue luz anaranjada que dejaba la habitación en penumbras.
Aquel personajillo se creía un escritor, viviendo en una mansión, durmiendo en la ortodoxia sistemática que llamaba rutina. Daba la vuelta al caramelo en avión, lamiéndolo, pero de seguro no conocía las calles de su barrio. No sabía distinguir entre cervezas. Las suelas de sus zapatos estaban nuevas. ¡Y se consideraba un escritor!
Yo tenía una vida detrás. No tenía almohada. Yo sí era un escritor.
Y mi jefe... Aquel repugnante fustigador que escupía sobre sus empleados. Dueño de tantos comercios en la ciudad. Aquel triste amontonador de moneditas, aquel puerco embadurnado en su propia malicia..., ¿de qué le servían ahora sus pertenencias más suntuarias, la colección de etiquetas de vinos franceses, las botellas de White Horse sin abrir...? Debería haberlas abierto. Yo lo hacía a diario. Pero yo era un escritor, y tenía una vida llena de aventuras para fundamentarlo.
El J&B era bueno, muy bueno, pensaba. Busqué a tientas la almohada, pero no estaba. No importaba, me decía, y sonreía satisfecho. Paladeaba mi próximo relato (ya lo había escrito).
Yo era un escritor, me afirmaba mientras rememoraba la historia que tendría que pasar a un papel. (Burda banalidad: era sólo una formalidad, la narración ya estaba consumada.) Atacaría con esos temas que siempre se colaron en la literatura: el asesinato, la venganza; el crimen silencioso, el asesino inmune.
Tanteando en el bolsillo, encontré un cuchillo de plata. Limpié la sangre con un pañuelo, sonriendo.
Ya casi estaba hecho. Yo sí era un escritor.