Julio Cortázar
este relato es totalmente real; me refiero, claro está, a lo que yo entiendo como real, aunque seguramente si me explayara acerca de mis convicciones usted discreparía, y se alejaría enojado, y rezaría un Padrenuestro, y pasarían muchas otras cosas, pero qué importa.
Sí importa el hecho de que yo me entretenía en la Closiére des Liles, mientras detrás del vidrio empañado la gran gran ciudad daba vueltas vueltas como siempre en un vertiginoso ascenso y descenso de luces y desluces, (y quien interprete esto como una metáfora nunca ha estado en París), cuando llegó Ernest. Me golpeó el hombro, y:
-¡Hem! Que raro vos por acá.- Nada raro, él vivía en el 113 de Notre-Dam-des-Champs. Antes de sentarse, fiel a su instinto, ya había pedido al mozo dos whiskys, no fuera cosa de que se enfriara el estómago. Yo tenía el mío bien tibiecito, pero mi vaso ya estaba vacío.
-No estoy de muy buen humor, discutí con Miss Stein.
-¿Otra vez?
-Es la primera.
-¿En serio?
-Sí.
-¿Con Miss Stein?
-Así es.
-¿Discutieron?
-Nunca mejor dicho.
-Que barbaridad. ¿Otra vez?
-Es la primera. La primera después de que dijera que pertenezco a une géneration perdue, llamándome, además, borracho. ¿Vos que hacés por acá?
-Lo de siempre. (1)
-¿Qué?
-Espero a Godot.
-¿Godot? No lo conozco.
-¡Bah! En unos años lo conocerás. Un gran ciclista...
-¿Y llegará pronto?
-Eso no es lo importante. Pero ya que viniste primero, entreteneme.
-A eso vine.
-¿En serio?
-¡Claro!
Siempre fue un placer charlar con Hem. Esto ocurrió antes de que el mozo trajera los whiskys, vale aclarar. En realidad no vale aclarar, a estas alturas de la lectura, pero permítaseme hacer trampa.
-Es una lástima que acá ya no vengan los poetas- dijo Ernest con la vista perdida en el vidrio empañado, como queriendo ver más allá de lo que no se podía ver (cosa que logró, con el pasar de los años).
-Nunca vi a ningún poeta acá. Vos sólo venís porque vivís cerca.
-Una vez lo vi a Blaise Cendrars.
-No lo leí.
-No lo leas.
-No lo haré.
-Lee a Scott.
-No me cae bien ese amigo tuyo.
-A mi tampoco.
-No me extraña. Siempre anda del brazo con esa tal Zelda, bicho desagradable si se me permite el término. Hay algo malo en esa mujer. Me gustaría, empero, que me presentes al señor Pound.
-¿Ezra Pound? ¡Él sí que es un gran hombre!
-Sí. ¿Por qué mirás el vidrio?
-Miro para ver.
-Pero no se ve nada.
-No importa.
-¿Para qué mirás algo que no se puede ver?
-Llegaron los whiskys. A tu salud.
-A la tuya.- A los labios el vaso. ¡Y qué más podría pedirse, si París era una fiesta! Claro, se podría pedir que el vidrio se desempañara un poco, sólo para ver la rue que todos sabemos pero que no podemos ver porque el vidrio está empañado y qué angustia, qué angustia que empieza abrasando la garganta, quema por el esófago, y cae al estómago como una bola de fuego líquido. Enseguida rebota, y llega de golpe a la cabeza galopando como el mejor corcel español nunca lo hizo. Entonces pareciera que las cosas se aclaran, que se vuelven aún más reales, y cuando el proceso se repite varias veces no hay ventanas empañadas en todo café parisino que le impidan a uno ver a Godot, o quien quiera.
-Vos sí que la tenés clara, Hem.
-What do you mean?
-Siempre ves más allá, por eso tomás tanto, y viceversa. Debe ser atroz.
-A man can be drunk but not defeated.
Y esa frase algún día se remodelaría en una mentira más profunda y menos mentirosa. Usted se preguntará cómo sé yo tanto. Y bien que lo sé. Pero si usted se sacara las orejeras, comprendería que lo último que pretendo es que usted crea que
[1] Eso es precisamente una mentira. Pero le contaré a usted, mi buen amigo que bajó la mirada a esta humilde nota al pie, la verdadera historia. No hacía siquiera dos horas, habíame encontrado con James en el boulevard Saint-Michel (o en
Pues bien, el buen irlandés monologaba sin parar, entreteniéndome verdaderamente, divagando con propiedad sobre temas a los que pocos acceden en sus estados de mayor lucidez. Pero repentinamente detuvo su lengua. Me miró a los ojos, extrañado.
-And you, who are you?
Yo, James, yo, sabés mi nombre, sabés a qué me dedico, sabés quien soy, ¿por qué me lo preguntás? No, no, no, tu nombre es lo que tu tarjeta de identificación dice que sos: quiero saber quien sos vos. Qué buena pregunta, pero cómo. A vos te pregunto. Soy yo… ¡yo soy yo! ¿Y cuál de todos tus yoes, el enojado, el buen cliente, el amigo divertido? Soy un rato cada uno. Entonces, ¿quién sos?
¡No sé! No sé, no sé, no sé. ¿Quién soy yo, después de todo? El que escribe esto, claro está. O no tan claro, pues tal vez nadie sepa mi nombre jamás. Y si sólo soy un hombre detrás de un papel, entonces, si nadie lee esto, ¿jamás habré existido?
No, no soy sólo un esclavo del lápiz que se refugia detrás de un cuadernillo: también soy alguien que camina por la calle. Y esto dice mucho, pues mientras deambulo por el boulevard Saint-Germain, o por la diagonal 74, me mezclo con miles de personas que no son como yo. ¡Somos tan distintos! Claro que para alguien que mirara de lejos, seríamos todos iguales. Miles de hormiguitas preocupadas en nimiedades tales como la literatura, el amor, el cáncer. Y además, todos vamos a morir. Pertenecemos a una masa homogénea, horriblemente hormigueante, que se confunde en la caricaturesca danza de luces en el preámbulo de la noche urbana. No, no soy un hombre que camina por la calle, bajo el cielo de etéreo azul o bajo el cielo de techos lacrimosos. Ése no es mi rasgo diferencial; soy uno más de los miles, una gota en el océano (ni siquiera una lágrima en el río).
Que tristeza, que angustia, y todo por la culpa de James, perverso James. ¿Cuál es el desgraciado puño que arrojó esta mísera piedra sobre un montón de cascotes grises?
Ante todo, soy un hombre honesto; pero he mentido. Antes se me consideraba un buen nadador, pero hace años que no practico deporte alguno. En una época fui el amante correspondido, pero ya no lo soy. ¿Quién soy: quien yo creo, o quien los demás ven en mí?
¡Ya lo sé! No soy otra cosa que el personaje de una novela. ¡Cómo no me he dado cuenta! No soy otra cosa que un Eugène de Rastignac, a quien el Balzac que lo escribe no tardará en relegar a un segundo plano para centrarse luego en un Horace Bianchon, que bien puede ser el propio James que acababa de hablar conmigo. ¡Maldita comedia, irrisoria sólo a los ojos de los que existen más allá de las páginas de la vida! Tal vez mi destino conste en buscar a quien maneja los hilos de la marioneta que soy. Un personaggio in cerca d'autore, maldita suerte la mía y la de todos ustedes, víctimas eternas de este relato enmarcadísimo, vaya a saber por qué aburrido dios comenzado, y abandonado eras atrás.
Ah, si, amigo lector, eso y más pensaba luego de mi encuentro con James, dejándome llevar por los adoquines de la sucia ciudad. Pero contar todos mis pensamientos sería tan complicado y fútil como relatar todos los divagues de ese maldito de James (que por cierto, esta vez había dado en la tecla adecuada).
La multitud que asedia el individualismo en la ciudad por las tardes es abrumadora, eso se sabe. Pero fue mi único consuelo, no sabiendo quien era yo. Después de todo no es tan importante: todos vamos a morir (que la certeza no traiga desgracias: tanta es mi mala suerte y tan estadística es la seguridad en la muerte, que no me extrañaría ser el primer inmortal que conozco). Todos hemos nacido, según nos cuentan. No es necesario saber quiénes somos: para conseguir trabajo basta con dar un nombre y datos de actividades pasadas, ningún burgués se interesa en metafísica hoy en día, ni mañana en día tampoco.
Vaya banalidades. ¿De qué preocuparse? Después de todo, lo objetivo y lo absoluto jamás existieron. Y aquí, mi abstracto y atento lector, puede usted continuar con la lectura de mis mentiras.
Julio 2009.
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